miércoles, 31 de octubre de 2007

Brindis

Hay personas que tienen un don para el pensamiento analógico. Lo suyo es sacar petróleo de comparaciones que nadie antes ha establecido, urdir metáforas que otros hacemos nuestras porque después de dichas así de bien, apenas queda nada por añadir. Bernardo Sánchez, que es además filólogo, premio Max de las Artes Escénicas por su adaptación teatral de El verdugo berlanguiano, un especialista en cine como hay pocos, guionista, profesor de universidad, articulista de prestigio y promotor de casi todos los eventos logroñeses relacionados con el cine, es una de esas personas y por ello es también un magnífico divulgador. Lo hace como todo lo demás: con sencillez y palabra cálida, bien escogida y directa. Siempre encuentra una anécdota que el público agradece, un retruécano que los asistentes ríen, una frase que los deja pensando.

Ahora sale a la luz (y ya lo celebramos en su día, asistiendo a una breve, aunque no sobria finalmente, presentación, en una bodega-restaurante logroñés) este libro que le encargaron hace tiempo. El tomo no defrauda. Son más de 350 páginas de texto apretado y selecto, llenas de amor por el cine y de reconocimiento por el vino. Repletas de fotografías, carteles, cromos, fotogramas de películas en las que se habla de tintos o blancos, de cavas o champañas, de caldos que sirven de acompañamiento a las escenas o que forman su trama. No creo que haya nadie capaz de encontrarle una ausencia llamativa a este libro porque la filmografía reflejada es la de todas esas "pelis" que todos hemos visto y muchas más que se nos han quedado en el tintero pero que Bernardo, seguro, atesora en las estanterías de su casa y que habrá vuelto a ver para escribir lo que escribe aquí. Hay películas contadas, escenas recreadas, diálogos vertidos al papel para refrescar la memoria del lector. Es un libro, parece inevitable decirlo, que debe leerse en un sillón cómodo (pesa bastante), con buena luz y teniendo cerca una copa de vino. Ese, al menos, es un efecto instantáneo del libro: dan ganas de beber y de ver una película.

Son muchas las frases e ideas del libro que se quedan prendidas de la memoria, aun habiéndolo catado sin entrar más a fondo (me gusta el análisis sobre Dublineses, esa obra maestra de un "santo bebedor", he buscado las referencias a Las uvas de la ira y tengo que averiguar qué tiene ver la película Un ratón en la luna con el vino: Bernardo me lo explicará en estas páginas). Yo me quedo con una que resume perfectamente el espíritu de esta obra y la sintonía de cine y vino. Dijo Bernardo en la presentación de su libro que películas y vino son productos de la luz y de la oscuridad: las luces y sombras del celuloide proyectadas en una pantalla, el sol del campo y la negrura de la bodega en que reposa el caldo. Ya dije que Bernardo divulga estupendamente y alumbra con estas metáforas las ideas que propone. Y siempre le sale así de bien.

Así que, enhorabuena y ¡salud!.

viernes, 26 de octubre de 2007

Otra lengua

El colegio al que me llevaron en primera instancia enseñaba francés como segunda lengua. De aquél me queda un conocimiento básico, aunque no he dejado de avanzar como he podido en lecturas técnicas: mi conversación francesa sigue siendo rudimentaria, con mucho aparato gestual. Pero al llegar al segundo colegio, en un cambio del que me resentí y en el que, con el correr de los años, comprendí que había perdido más de lo que gané, sí hubo algo novedoso que me iba a llevar bastante lejos. En ese segundo colegio enseñaban inglés.

Cuando veo la cantidad de personas que todos los años inician el estudio de este idioma y compruebo el ínfimo nivel que sigue existiendo en la que ya se ha convertido en lingua franca y tiende a la omnipresencia, me doy cuenta de la suerte que tengo. Porque aprendí inglés y luego pude utilizarlo para ganarme (es un decir) la vida, haciendo de traductor. También me ha permitido viajar en condiciones relativamente ventajosas y, last but not least, me ha proporcionado alguna amistad y relaciones diversas. Aunque lo mejor que le debo al aprendizaje de esa lengua es el montón de libros que hoy se apilan en mi biblioteca y que he podido leer en su lengua original.

Todavía sigue ahí el primero de la lista, comprendido a trancas y barrancas con la ayuda incesante de un diccionario Cuyás de tapas rojas, el único a mi alcance entonces. The snow goose, de Paul Gallico tenía varias ventajas: era un libro muy delgado (apenas 50 páginas) con tipografía de gran tamaño, contaba una historia perfectamente olvidable (la he olvidado), y por lo mismo sin grandes complicaciones, y ofrecía un inglés bastante neutro, sin modismos excesivos o frases complicadas. Prueba de que todo no fue un camino de rosas es el enorme número de anotaciones que hice en sus páginas, traduciendo pacientemente los términos que desconocía. Ni me imagino sentado leyendo ante la mesa con el diccionario al lado y el lápiz en la mano, yo que siempre he leído cómodamente sentado y en aquella época leía también yendo al trabajo y volviendo de él: en metro y en autobús no era posible abrir libro y diccionario, buscar palabras y tomar notas. Pero debí, contra mi costumbre comodona o vaivenera, dedicar horas de mesa y apuntes porque las anotaciones han perdurado y demuestran lo poquísimo que sabía yo entonces. Headquarters, tram o expense aparecen todavía en el segundo volumen al que me lancé, convencido vanidosamente de mis habilidades: The third man, de Graham Greene, con casi ¡120 páginas! y letras mucho más pequeñas. Supongo que el resultado me dejó satisfecho porque he seguido hasta hoy aunque hoy, vanitas vanitatis again, ya rara vez anoto alguna palabra.

El hecho es que en mi isla hay unos cuantos ejemplares en otro idioma que no es el mío materno y que recuerdo haber leído con fruición y disfrutado no poco. Así, de memoria, la trilogía (pero sobre todo el primer tomo) de Titus y Ghormengast de Mervyn Peake, entonces sin traducir al español. No digo todo, pero casi todo Evelyn Waugh, y sobre todo aquella novela que dio lugar a una serie excepcional en la pobre televisión de entonces, Brideshead revisited. Unos cuantos sudafricanos que me interesaban por sus luchas anti-apartheid, como Alan Paton (Cry, the beloved country), o André Brink (A dry white season) o Zoe Wicomb (You can't get lost in Cape Town), aparte, naturalmente de Gordimer y, más tarde, Coetzee. De los americanos Bellow casi íntegro (ah, Henderson the rain king, The adventures of Augie March o Dangling man, qué novelas), algo de Hemingway, Kerouac (el inevitable On the road), Updike (Conejo nunca fue un favorito mío, prefiero sus relatos de Pigeon feathers and other stories), Ray Bradbury (tan mal traducido, y no sólo Farenheit 451 sino, sobre todo sus relatos dispersos, diversos, reunidos en volúmenes estupendos como One more for the road, o The Martian chronicles, aviesamente devualadas como título de un programa nocturno). De los ingleses, mucho de Iris Murdoch (su producción es casi inabarcable) con pequeñas obras maestras como A severed head, A fairly honourable defeat y The Italian girl. La densidad, a veces excesiva, de Lawrence Durrell (aunque qué espléndido su The black book), la ironía ligera y certera de Julian Barnes y, sobre todo, la gran obra de Naipaul.

De todo lo leído de este caribeño convertido en Sir, de humor variable y poco amigo de que le lleven la contraria, me quedo con el primer libro que leí, Miguel Street, que no es el más perfecto (cómo olvidar A bend in the river, que he releído varias veces, o las ya no tan recientes A way in the world, The enigma of arrival y Half a life, tan sabias). Las aventuras de Hat, Wordsworth, Popo, Bogart y demás, en un arrabal de Port of Spain (el Puerto de España fundado ya en el siglo XVI, y convertido en capital de la isla en 1757 por Pedro de la Moneda) persisten en mi memoria y me han acompañado gracias a la antigua insistencia de mi padre para que aprendiera inglés. La categoría ofrece una anécdota que habla mucho de aquellos años y de la persistencia de la memoria, selectiva y errática. En ese segundo colegio en el que aprendí las bases del inglés ponía el cura un magnetófono de aquellos de bobinas para que oyéramos la pronunciación que debíamos imitar. El método seguido era el conocido Assimil, con su manual de tapas duras amarillas (en nuestro caso titulado El inglés sin esfuerzo, pero daba igual, el libro era siempre el mismo con el nombre de la lengua cambiado, y siempre sin esfuerzo) y en él seguíamos las vicisitudes de los raros ingleses que salían de fin de semana en sus coches y sufrían atascos de tráfico, los chistes (sin gracia) que se contaban entre sí y algunas historietas sobre su pasado como aquella lección que hablaba de Robin Hood y del bosque de Sherwood sin venir a cuento. (Robin Hood lived in England many, many years ago. His father was Lord Huntington...). Llegamos a conocer y ha pasado a nuestro acervo cultural algún aspecto socioeconómico de su vida isleña y aislada. Justamente lo que ninguno de nosotros olvidó fue lo único que ninguno supo descifrar (ni tampoco yo ahora): qué intención oculta se escondía tras la primera frase que había que aprender, qué tenía que ver con la vida inglesa, misteriosa y lejana (ah, la pérfida Albión) y qué importancia tenía para aquellos de la circulación invertida, por encima de la reina madre, de la hora del té y de la caza de zorro. Qué quería decir, en definitiva, aquella expresión cuasi surrealista que encabezaba el método, la línea primera de la primera lección: My tailor is rich.

Doce años

No sé qué hice aquel día. No sé dónde estuve. No sé que pensamientos importantes ocuparon mi tiempo, mi cabeza, mis sueños. Sigo sin saberlo y no importa lo que hiciera, pensase, soñara. Lo único importante es que se fue y yo no estaba atento.

Mi presencia no habría evitado nada. Estaba enferma sin remedio. No me torturo pensando que yo podía haber hecho algo. Sé hoy que eso no era posible y lo sabía entonces.

Pero todos los días transcurridos sin ella son días distintos a los que habrían sido si ella hubiera estado. Tantas veces mis alumnos (pacatos, díscolos, aburridos, inteligentes, pasotas, atrevidos, entusiastas) me la han recordado. Tantas veces he tenido en la mano esa cinta en la que se guarda su voz, que no he escuchado. Tantas veces sin ella en estos doce años.

Mi hija B., que tendrá su recuerdo, como otro será el mío, tuvo hace poco un detalle que me emocionó y que demuestra que para ella también sigue viva su memoria. No soy el único, pues, que la echa de menos. Hoy hace doce años y viendo en una fotografía encima de mi mesa de despacho su media sonrisa imagino qué pensaría al verme ahora donde estoy, haciendo lo que hago.

Sólo es eso: algo que imagino y que ella nunca podrá decirme y que haría el mundo tan distinto.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Hortus conclusus

A veces, la realidad se muestra bajo una capa reconocible pero deja entrever que no la conocemos tan bien como creemos. Es lo que me ha ocurrido con esta entrada de una bitácora amiga. Después de tanto haber pensado en jardines, de haberlos ideado, de haberlos enseñado, una reflexión profunda vista desde otro ángulo me deja perplejo. Invitándome a una ulterior reflexión. Ni siquiera descarto que la invitación sea conscientemente formulada, aun no siendo aparente.


(del diario de un jardinero perplejo, octubre de 2007)

sábado, 20 de octubre de 2007

El otoño de las enredaderas


Amarillo fugitivo, el tiempo que degüella las hojas avanza hacia el otro lado de la tierra, pesado, crujidor de hojarascas caídas. Pero antes de irse, trepa por las paredes, se prende a los crespos zarcillos e ilumina las taciturnas enredaderas. Ellas esperan su llegada todo el año, porque él las viste de crespones y de broncerías. Es cuando el otoño se aleja cuando las enredaderas arden, llenas de alegría, invadidas de una última y desesperada resurrección. Tiempo lleno de desesperanza, todo corre hacia la muerte. Entonces tú forjas en las húmedas murallas el correaje sombrío de las trepadoras. Inmóviles arañas azules, cicatrices moradas y amarillas, ensangrecidas medallas, juguetería de los vientos del norte. Donde ha de ir sacando el viento cada bordado, donde ha de ir completando su tarea el agua de las nubes.

PABLO NERUDA
Anillos

Amanecer

I
Un viaje relámpago a Madrid me permite ver amanecer en el tren. Por detrás de la línea quebrada de los cerros (el Ebro anda por ahí, exhalando sus brumas) aparece el disco cobrizo, perfecto, tan sólo con una veladura rasgada de nubes oscuras que se disipa pronto. Es el único momento en que realmente lo vemos, mirándolo cara a cara. Un minuto después esa complicidad es imposible: nos dejaría ciegos. En el coche 9, los viajeros que me rodean, sin embargo, ríen las gracias de no sé qué película norteamericana. Se pierden el trozo de cielo que azulea ahora mismo y que muestra no menos de una docena de líneas blancas de otros tantos aviones que van y vienen llevando a gentes como a nosotros y de las que no sabremos nunca. Se pierden la desolación de las estaciones semiabandonadas, con restos de vagones, ferralla inútil, vías crecidas de malas hierbas. Se pierden, claro es, ese milagro del zumo naranja que rebosa del horizonte y se vierte en la mañana para iluminarla. No sé cómo se llama la película.

Interludio
Tras una reunión que parece inacabable, una comida en un lugar ruidoso y vuelta a la estación para coger el tren. En esas pocas horas, resuelvo los asuntos de trabajo, satisfactoriamente. Madrid me invita pero hoy no puedo dedicarle tiempo. Saco unas fotos que enseñar a mis alumnos del jardín tropical de Atocha. Me vuelvo habiendo conocido a una persona, J., que merece la pena.

II
Cuando llego a casa,a las tantas, agotado de todo el día sin quitarme los zapatos, enciendo el ordenador para revisar el correo y repasar, siquiera brevemente, las bitácoras amigas. Y me encuentro con esto. No tengo palabras para agradecer tanto afecto. De modo que sólo digo "gracias".

(del diario de un jardinero de ida y vuelta, octubre de 2007)

jueves, 18 de octubre de 2007

Negativa

No. Pese a la Ley, nunca subiré las escaleras de Cuelgamuros.

(del diario de un jardinero memorioso, octubre de 2007)

domingo, 14 de octubre de 2007

Dos paisajes

A la ida, camino de Aranjuez para asistir a una boda, surgen tímidas, no muchas, revoleadas por un viento insidioso, algunas banderas colgadas de balcones y terrazas. Creo que los instigadores de estas cuestiones deberían notar que cuanta más definición se nos pide, cuanto más de la selección, de la bandera, del himno y de su letra, de la corona, de la tierra o la patria, de la historia reciente o pasada, de los asuntos más o menos comunes, en fin, se nos pide ser, más magro se hace el caudal y más distintos somos unos de otros, oponiendo cada cual sus matices. Tengo para mí que acaso bastara con una cosa general, amplia, difusa y sin otra definición que aquella constitución, igualadora, generosa y justa que los pueblos civilizados tienen por su ley.

A la vuelta, de regreso de Aranjuez después de asistir a una boda, el campo se abre bajo el sol muy bajo, que arroja sombras largas e impensables una hora antes. En una barda pardea la hierba, ya seca. Más allá, al rebasar una loma se ve una hilera de álamos que lanzan algunos destellos amarillos entre, todavía, tanto verde. Los tamariscos, las espadañas, los cardos que se atreven a acercarse a la autopista son muecas de sí mismos. Y la tierra, con sus hileras disciplinadas de vides, va siendo cada vez más cobre y ocre, en un último guiño antes de abandonar la escena durante un tiempo. Pirotecnia vegetal en un fin de fiesta de octubre, mes de cambios y revoluciones.


Creo que sé o intuyo cuál de estas dos estampas es más caduca, más crepuscular.



(del diario de un jardinero de ida y vuelta, octubre de 2007)

miércoles, 10 de octubre de 2007

Amistad (¿o amor?), exigencia, creación literaria

Pero aun la dedicatoria más extensa es una manera bastante incompleta y trivial de honrar una amistad fuera de lo común. Cuando trato de definir ese bien que me ha sido dado desde hace años, advierto que un privilegio semejante, por raro que sea, no puede ser único; que debe existir alguien, siquiera en el trasfondo, en la aventura de un libro bien llevado o en la vida de un escritor feliz, alguien que no deje pasar la frase inexacta o floja que no cambiamos por pereza; alguien que tome por nosotros los gruesos volúmenes de los anaqueles de una biblioteca para que encontremos alguna indicación útil y que se obstine en seguir consultándolos cuando ya hayamos renunciado a ello; alguien que nos apoye, nos aliente, a veces que nos oponga algo; alguien que comparta con nosotros, con igual fervor, los placeres del arte y de la vida, sus caminos insólitos y nunca fáciles; alguien que no sea ni nuestra sombra, ni nuestro reflejo, ni siquiera nuestro complemento, sino alguien por sí mismo; alguien que nos deje en completa libertad y que nos obligue, sin embargo, a ser plenamente lo que somos.

Marguerite Yourcenar, Cuaderno de notas a las Memorias de Adriano
Trad.- MARCELO ZAPATA

Nunca he llevado encima papelito con frase alguna, salvo ésta, que ocupó un pliegue de mi billetera durante unos años. Y sólo hoy, al teclearla, me fijo en que la traducción no es de Cortázar, como daba por sentado. Lo habría jurado. Se ve que hay equívocos que perduran vidas, o casi. Quizá sean eso, la vida.

jueves, 4 de octubre de 2007

Perplejidades

¿Por qué ayer, en la apertura del curso académico, y ante las peticiones del Rector, numeradas, concretas, comprobables (y sabidas por la comunidad universitaria y por muchas otras personas fuera de ella, como por ejemplo la necesidad de encontrar una financiación estable para ese magnífico proyecto que es Dialnet) tuve la sensación de que el Presidente de nuestra comunidad autónoma, daba largas, evasivas y, en definitiva, parecía defender un dinero que, en puridad, sólo administra y no es suyo?



(del diario de un jardinero, pasado, otra vez, por el dentista, octubre, quizá, de 2007)

martes, 2 de octubre de 2007

Manuel Hidalgo


El libro premiado (Lo que el viento mueve) no es, naturalmente este que aparece aquí. Lo que se ve, en realidad un cuadernillo de 32 páginas, en blanco, lleva en una de sus solapas interiores la invitación que cursaron los organizadores para la cena de gala en la que se otorga el premio. Ayuntamiento de Logroño, Fundación Caja Rioja y Algaida Editores son los responsables del invento: del premio y de tan singular invitación.

Casi a las diez y media de la noche Jorge Edwards leía el fallo del jurado. El nombre de Hidalgo circulaba por todos los medios y una agencia de prensa ya lo había desvelado. Fue una lástima que los demás miembros del jurado (Vallvey, Martínez de Pisón, de Prada y de Cuenca) no estuvieran presentes. Al parecer un viaje ineludible del alcalde pospuso la presentación en público del ganador (la reunión y votación definitiva se celebraron el 27 de septiembre) y salvo el presidente los demás no pudieron quedarse.

Por lo demás, discursos varios (Tomás Santos, el alcalde socialista, demostró lo generoso y educado que es al mencionar por su nombre al anterior alcalde, Julio Revuelta, uno de los que más se empeñaron en la creación del premio), muchas caras conocidas del mundillo logroñés cercano a la literatura y un ambiente agradable en el Riojafórum logroñés.

De la novela, claro, no sabemos nada, salvo lo que dijo el autor sin querer desvelar detalles ni matices. Una historia urbana con sus vericuetos y sus horizontes pesimistas. Según Hidalgo, ha intentado también una cierta fotografía, o retrato, de la situación actual española. Hay que confiar, y no será difícil hacerlo, en que la novela sea abiertamente mejor que la cena de gala ofrecida a lo largo del acto por los sobrevalorados hermanos Echapresto. Mal servida, escasa y bien corriente. Mucha gala y pocas nueces.

lunes, 1 de octubre de 2007

Goma de mascar

Todas esas personas, cada vez más en apariencia, que mascan chicle desde primerísimas horas de la mañana ¿cuándo se lo meten en la boca? ¿Antes o después de desayunar? ¿Mascan mientras se duchan?

Todas esas personas, me parece que son más mujeres que hombres, pero esto puede ser una simple apreciación mía, ¿cuándo abandonan el chicle? ¿Antes o después de cenar? ¿Lo pegan en el reborde inferior de la mesilla de noche? ¿Y qué hacen con él si padecen de insomnio y a las tres de la mañana están sin pegar ojo?

No sé, no sé...

(del diario de un jardinero, octubre de 2007)