lunes, 29 de enero de 2007

Acerca de Naipaul

Y así, enfrentado a la muerte auténtica y a este nuevo cavilar sobre los hombres, dejé a un lado mis esbozos y mis vacilaciones y me puse a escribir a toda prisa sobre Jack y su jardín. Esta sencilla frase que cierra la nada fácil y magistral El enigma de la llegada, resume dos de las constantes literarias de V.S. Naipaul: la búsqueda del lenguaje personal como escritor, depurado al máximo, económico, preciso; y la relación con el mundo exterior, siempre conflictiva, difícilmente asimilable. Insoslayable, como puede suponerse, para un emigrante que busca su vida en la metrópoli.

El largo camino que culmina con el descubrimiento del descubrir y con el enigma del llegar es en realidad una doble vía; el escritor se hace con el movimiento, con la huida así como el hombre termina por encontrarse a sí mismo cuando llega a lo buscado por el escritor, al estilo, a la forma de mirar y de narrar. Naipaul no ha cesado de viajar por el mundo sometiéndolo a un riguroso escrutinio y relatando lo visto, con un enfoque muy polémica no pocas veces. Buscándose a sí mismo o buscando al hombre, que tanto da, los viajes personales (primero a la metrópoli para estudiar, luego para explorar culturas que le resultaban retadoras, de tanto en tanto para presentar sus libros) son también su biografía literaria. Son bien conocidas sus posiciones políticas de tendencia izquierdista que han ido dejando paso a una notable irritación con el mundo en general, lo que le ha ganado críticas (su penetrante y actualísima Entre los creyentes es buena muestra de ello, nada complaciente con el mundo islámico pero no por ello menos sugestiva). Ha sido viajero occidental para investigar sus raíces hindúes (India, una civilización herida) pero ha ejercido de caballero inglés al estudiar los secretos de la política africana (Un camino en el mundo) y se ha sentido cercano a la historia del imperio británico en La pérdida de El Dorado.

La dificultad para calificar a este escritor de orígenes atípicos que seguramente se siente apátrida y cosmopolita al tiempo estriba en que su propia literatura, compuesta a partes más o menos iguales de libros de viajes, ensayos y narrativa, es en realidad una sola, original, plena de intención. La vida trasciende la ficción y la narración busca ser la vida. No hay modo de introducir el bisturí, por fino que sea, para discriminar lo que de biográfico y de inventado albergan sus libros. Su obra se conforma y se presenta como coherente y homogénea porque el autor lo es de toda ella, sí, pero sobre todo porque su mirada es una y singularísima. Naipaul ha hecho literatura del mirar y traducir a palabras las capas que va exfoliando de la realidad que le rodea: paisajes, relaciones humanas, tipos y gentes. No se trata de una mirada intensa que atraviesa hasta el fondo de una sola vez sino de un mirar paulatino, lento como la vida misma, moroso, minucioso hasta la exasperación, arqueológico en su sentido más exacto: a la busca de lo anterior y los principios.

Una casa para Mr. Biswas pasa por ser su novela más personal, preferida por muchos gracias a sus personajes, a sus diálogos frescos y auténticos. Hay quien elegiría algo menos conocido como Finding the centre, libro en que Naipaul, en dos relativamente breves narraciones, atisba parte de sus orígenes en Trinidad y muestra el proceso interno de su propia escritura.
Para mí, sin embargo, los trazos algo gruesos, pero conmovedores, de los personajes que habitan Miguel Street, la primera novela suya que leí hace ya más de 30 años, junto con la sensación de derrota humana y la imagen de los jacintos de agua de Un recodo en el río, son sencillamente inolvidables. De vez en cuando hojeo algunas páginas de estos u otros de sus libros para descubrir con esa misma mirada suya, arqueológica, algunos orígenes o principios que, como a él, me permitan comprender lo más posible del mundo y de mí mismo.

Ojos

Miran siempre así, durante semanas largas. Un día se marchitan, casi sin previo aviso. Se entregan después a un sueño en que los tallos secos y la terquedad en no salir de sí mismas, sin dar motivos a la esperanza, producen una irritación que puede llevar al orquidicidio. Y un buen día emiten unos brotes sin venir a cuento. A la luz, la de este invierno, escasa. Con cuidados prácticamente inexistentes. Aparecen los capullos. Engordan. Luego se abren. Es cosa de veinticuatro horas. Y se quedan mirando el mundo durante semanas. Mientras yo las miro.

jueves, 25 de enero de 2007

Jardín en invierno


La mirada al camino desolado.
Nudosas manos de los árboles
retorcidas de frío.
Otras huellas marcadas.
Pero nadie se muestra. Sólo el aire de hielo
y arabescos de ramas.

Perfil mudo y cuajado del jardín aterido.

Bienvenidos. Y muchas gracias

Por ser la primera vez, y dado que no estoy demasiado ducho en esto de las bitácoras (y sus comentarios) agradezco públicamente y de modo general el esfuerzo a todos los visitantes que me han dejado su comentario.

A r. le digo que habrá otras ocasiones, seguro, en que será la primera. Aun así, ser la segunda no es mal récord. Sobre todo cuando yo no llevo la cuenta y simplemente saludo a quien pasa. Tanto me gusta el primero como el último. Gracias por venir, está usted invitada a quedarse.

Lo mismo que el admirado hombre sentado en una silla a quien trataré de ofrecer lo mejor del mundo del jazz: una afición vieja ya, pero renovada todos los días. Gracias por los ánimos.

Y a winni, nombre, aunque no lo crea, de antiguas resonancias para mí: mi hija menor se parecía, aun no gustándole mucho la semejanza, a aquella actriz juvenil de los maravillosos años. Recuerdos, otras épocas.

Last but not least. D. de R. me ha acogido de un modo que no sólo no esperaba sino que, seguramente, no merezco. Gracias, otra vez por tus mensajes de aliento, de complicidad, de ánimo. Por tu blog también. Y tu vocear el mío a los cuatro vientos.

Si resumo esto aquí es por dejar constancia. También porque una avería imprevista en el edificio en el que trabajo nos ha dejado sin red, justo cuando más quería conectarme y leer los mensajes que podía haber. De ahora en adelante, cada respuesta irá en su sitio correspondiente.

Un saludo a todos. No dejéis de pasar por aquí. Os espero.

miércoles, 24 de enero de 2007

Tierras de penumbra

En Dusklands, de Coetzee, las dos narraciones que lo componen, The Vietnam Project y The narrative of Jacobus Coetzee, pueden (¿deben?) leerse como dos relatos complementarios pese a que ni su asunto ni su tratamiento guarden correspondencia alguna aparente.

Eugene Dawn (nótese el apellido auroral) es, en la primera, un individuo que se pierde a sí mismo tratando de encontrarse en el grupo, de pertenecer a él: es quien propone qué tipo de guerra psciológica ha de plantearse ante el enemigo vietcong, rara vez visible, escurridizo, con un planteamiento social y tribal distinto del norteamericano. Intocable, por ello. Así, quien trata de alcanzarlo queda, a su vez, tocado, herido, alterado. Dawn sufre una crisis esquizoide que le lleva a una salud tutelada. Justamente lo que él, como individuo adulto de una sociedad adulta, creía poder evitar.

Jacobus Coetzee es, por el contrario, un individuo autosuficiente que, con motivo de su expedición a la tierra de los hotentotes en la que le asalta una inoportuna enfermedad, recorre el camino de la maduración, en un rito de iniciación doloroso y arduo. El dolor es sobre todo físico, un sufrimiento en propia carne del mal existente en el mundo. Este tipo de ritos de paso forma parte esencial de su narrativa: creo que no hay novela suya que no refleje de un modo u otro, en todo caso explícito, ese tránsito de algún protagonista de un estado a otro. (Y por otra parte: ¿no es toda narrativa, en cierto sentido, un aprendizaje así?). El dolor lo proporciona, y lo administra, la sociedad que le acoge y lo cuida a su manera (pero que también le somete a sus normas) y de la que él escapa para ser libre y, a su vez, vengarse.

De modo que observamos en ambas narraciones la tensión individuo-grupo bajo dos facetas bien diversas. En la primera, el grupo que ha trasegado mal y digerido peor la experiencia de Vietnam (véase la incursión abominable en Irak, hoy) pero que triunfa imponiéndose a la posible locura individual mucho más localizada y medible. Prescinde así del individuo o lo somete a la fuerza (el encierro en el psiquiátrico) que es una fórmula inexorable para alejarlo, expulsarlo de sí. En la segunda, el grupo que acoge aunque sin contemplaciones al individuo que se enfrenta a él. Aquí lo deja reducido a una piltrafa que sólo gracias a su propia dependencia del grupo puede sobrevivir, aun a costa de soportar las chanzas y los ataques de sus integrantes. El grupo es, así, en todo caso, el único ser social que debe sobrevivir. El crecimiento personal, por ello, tiene dos lecturas. El individuo que se aleja del grupo para poder ser él mismo y la motivación y explicación histórica de otra abominación, a saber, que los desheredados de un grupo constituyan el suyo propio con un único objetivo, el exterminio de los grupos ajenos. Una base para el apartheid. O los nacionalismos.

Coetzee (no en vano es uno de los escritores más precisos del siglo XXI) no pide perdón, no explica, no justifica. Es marca de la casa y justamente lo que da dureza a su literatura. Ofrece, eso sí, varios planos de interpretación; por ejemplo el que le hace aparecer en la ficción, primero como superior de Dawn, esperando su informe, y, segundo, como heredero de esa historia vergonzosa de familia que es la de tantos y tantos afrikaaners, o europeos, o individuos, en suma. No desea quedar fuera de la responsabilidad colectiva, parece decir, mientras pregunta: ¿somos responsables de los actos de nuestros antepasados?

Atocha, 24 de enero de 1977

Hoy hace 30 años, perdí un amigo en aquella matanza. Luis Ja Benavides Orgaz. No pasaron. No pasarán.

Un mirador al mundo

Para ver mejor. Quizá para mirar más lejos. O hacia dentro. Solo. O en compañía de otros.

Estremecimiento, magia


Creí que nunca volvería a ver esta grabación . La emitieron hace años en TVE, dentro de una serie sobre jazz. La grabé en una de aquellas cintas beta que luego no pude reconvertir a VHS. La he buscado en DVD sin éxito, siempre la encuentro fragmentada. Hace días se me ocurrió buscar en YouTube. Por fin.

Billie entra en el escenario, los músicos la esperan. El arranque es dubitativo, sólo un segundo, hasta que los instrumentos tocan por fin al unísono. Billie apenas esboza una sonrisa y ataca la letra, simple y expresiva, de su propia composición: My man don't love me / he treats me oh so mean.

Una mirada de seducción le arranca el solo de Webster. El momento es importante. Se trata de la primera improvisación sobre el tema y, por lo tanto, establece el tono para todos los demás. Webster no es modesto: se muestra potente y sedoso, como suele, introduce algunos vericuetos que la primera estrofa no permitía anticipar y redondea con su habitual facilidad, con su sonido amplio y poderoso.

En comparación, Lester Young, que se ha puesto en pie con el tiempo justo y tiene que dar un paso largo para llegar al micrófono, se muestra contenido. Lo cierto es que no está fuerte. Le queda poco más de un año de vida y las drogas están terminando de liquidar la poca estabilidad mental que su paso por el ejército le había dejado. Pero la música no le ha abandonado. Billie le escucha y sonríe cuando Young, al que ella llamaba "Pres", recoge la invitación de Webster y la dice a su modo. Abiertamente mientras asiente con la cabeza, siguiendo el ritmo.

Es entonces. Los ojos se le humedecen. Verlo para creerlo: una grabación en blanco y negro, deficiente, lo muestra sin género de duda. Billie contiene las lágrimas, se pasa la lengua por los labios. Ella y Lester ya no están juntos, lo suyo quedó atrás hace mucho tiempo, pero algo que es amor, que no puede ser otra cosa, se hace música en ese momento. Billie canta la segunda estrofa: como no ha carraspeado, se nota que la garganta no le responde en el primer verso. Se repone. Pero cuando termina con he is so fine and mellow, la voz está a punto de quebrársele y las lágrimas vuelven a anegarle los ojos.

Estremecimiento.

Y aunque Vic Dickenson intenta hacerle olvidar con su trombón, la emoción sigue ahí, sentada con ella en el taburete desde el que canta. Mulligan, entonces con treinta años, avanza para hacer su solo. El suyo es un instrumento pesado, hay que soplar mucho para llenar la columna de aire del barítono y él es joven, tímido, arisco y falto de confianza. Sale a conquistar, es una oportunidad única. Un quiebro inesperado que se remonta a Webster hace brillar los ojos de la dama. Otra estrofa y es el turno de Hawkins que, en un momento dado, abre los ojos y cita, breve pero literalmente, una de las frases que ha empleado hace un momento Mulligan. Sonrisa de éste al verse recompensado. Sonríe también Billie al escuchar a Roy Eldridge en el registro altísimo de su trompeta. Y él también sin dejar de soplar. Entre tanta sonrisa, los ojos de Billie, sin embargo, siguen húmedos.

Magia.

Love is just like a faucet / it turns off and on. / Sometimes when you think it is on,babe / it has turn off and gone.

Cada vez que, como ayer, pongo un tema de Billie Holiday en el programa (ayer fue I must have that man) recuerdo esta grabación de 1957. Y vuelvo a verla y a escucharla con la misma emoción.

De todos los que hicieron esos ocho minutos y medio de emoción ninguno vive ya aunque sí en esa grabación que daba por perdida. Como su música, su magia, su estremecimiento.