martes, 27 de febrero de 2007

Improvisación


Aunque no todos los expertos se muestran de acuerdo, la improvisación nos parece hoy un integrante natural de la música de jazz. No es tan difícil de comprender, aunque requiere práctica y muchas horas de escucha para llegar a abarcar todo lo que los instrumentistas quieren decir cuando improvisan.

Es fácil entender el fundamento: cualquiera que sepa cantar, silbar o tararear puede hacer la prueba. Basta escoger un tema fácil (los blues más conocidos con punteos de guitarra son muy oportunos) y frasear la parte del solista. Aquí ayuda ese invento del karaoke: si se suprime la parte del solista (basta con el experimento mental) y lo reproduce uno sin ese apoyo, ya está improvisando. Es la improvisación de otro aprendida de memoria.

Lo normal es improvisar ejecutando una línea melódica (cantable, para entendernos) parecida al original y luego irse alejando para volver al final de improvisación. Pero, claro, se puede complicar mucho más. Por ejemplo, ejecutando líneas melódicas que abarquen distintos armónicos de la escala principal. Yendo y viniendo por ellos se obtienen imporvisaciones interesantes. Una complicación suprema consiste en ejecutar modulaciones, es decir, cambios de tonalidad que suponen "irse" del tono en que uno canta. Lo hacen los que desafinan, pero también los músicos que introducen líneas armónicas diferentes a la predominante. Dificilísimo.

El ritmo es, si se quiere, más intuitivo. Pruébese a pronunciar dos sílabas cuando un cantante dice sólo una. La idea es ralentizar o acelerar el ritmo y conseguir de ese modo alterar la pauta inicial pero sin perder la base rítmica original. Combinando melodía, ritmo y armonía se obtienen las improvisaciones.

Un modelo es esta que traigo hoy, con John Coltrane y su cuarteto (McCoy Tyner al piano, Steve Davis al bajo, y Elvin Jones a la batería, con el añadido de Eric Dolphy a la flauta). Coltrane toca el saxo soprano. Con él doblaba muchas veces el saxo tenor que tocaba habitualmente, con el fin de obtener sonoridades muy diferentes, más dulzonas y agudas. Aquí se puede ver un estudio pormenorizado de las distintas grabaciones en vivo de este tema. Desgraciadamente, la grabación que presento no lleva (o no lo he sabido encontrar) fecha y lugar de grabación. Con toda seguridad es de los años 60. Pero la magia está ahí. La melodía nunca se aleja, la tenemos presente siempre y va y viene con la improvisación de los músicos. Si se tiene en mente la idea de improvisación como (fundamentalmente) cambios en la melodía, armonizada con la original, y ritmos alterados, es fácil de comprender lo que Coltrane hace. Otra cosa es hacerlo sobre la marcha. Porque lo cierto es que, aunque se enseña, se ensaya y se practica, la improvisación (como su nombre indica) debe inventarse sobre la marcha. De modo que desde las ideas que uno ha adquirido en su práctica personal y en los ensayos con los demás músicos, uno se lanza en vuelo libre sin saber dónde va aterrizar.

Un par de cosas más. El hecho de que sea improvisada, hace que esta parte de los temas permita distinguir a unos músicos de otros, ya que suelen tener "latiguillos", terminaciones, codas, complementos, que añaden para rematar frases si, por casualidad o pretendidamente se meten en un callejón de difícil o nula salida. Y muchos de los músicos, por el mismo motivo, cuando se sienten cómodos (o quizás no) meten "morcillas" como los actores: hacen lo que se llaman "citas", consistentes en reproducir uno o dos compases (reconocibles, por tanto) de otro tema, algunos de ellos sumamente conocidos como Rhapsody in blue, de Gershwin.

Y acerca de My favorite things: es un tema de Richard Rodgers y Oscar Hammerstein II para el musical The Sound of Music, que luego originó una película, entre nosotros titulada "Sonrisas y lágrimas". La música es tan conocida que no creo que haya nadie que la oiga aquí por primera vez. Lo que sí es nuevo es cómo la interpreta Coltrane. Toda una lección de improvisación.

sábado, 24 de febrero de 2007

Café,vino y...

Hoy se ha presentado en el Café Bretón de Logroño el último premio Café Bretón & Viña Alta Río, que ganó el madrileño José Antonio Palomares con Ver las estrellas y otros cuentos.

Palomares no es nuevo en el mundo de la narrativa breve. Se maneja muy bien en la distancia corta y sabe cómo mantener la tensión, manejando excepcionalmente bien el tempo y el lenguaje, de tremenda eficiacia ambos a la hora de transmitir emociones y provocar intriga.

De los tres relatos, el mejor seguramente es el que da título al libro ganador pero los otros dos exhiben mucha retranca, una ironía un tanto desmadejada, el humor con ciertas dosis de tenebrismo. Hoy, que tan de moda están el dietario, el libro híbrido, los textos de vivencias personales trufados de ensayo, Palomares practica el relato puro, que celebra las ganas de contar porque sí para disfrutar escribiendo y leyendo.

En las últimas tres ediciones, el premio Café Bretón & Viña Alta Río, el más prestigioso y de mayor solera de La Rioja ha premiado a tres escritores muy distintos: Fernando Sanmartín (Viajes y novelerías), Javier Almuzara (Títere con cabeza) y José Antonio Palomares. Tres estilos, tres enfoques, tres modos de concebir y vivir la literatura. El mes que viene se convoca otra edición más. Premiará sin duda (estoy convencido) a un escritor con personalidad y con su estilo propio. Será ocasión de celebrar, ptra vez, la literatura.

miércoles, 21 de febrero de 2007

Parterres


Pobres de las flores en los arriates de los jardines simétricos.
Parecen tener miedo de la policía...
Pero tan ciertas que florecen del mismo modo
y tienen el mismo colorido antiguo
que tuvieron para la mirada primera del primer hombre
que las vio recién aparecidas y las rozó levemente
para verlas con los dedos...

ALBERTO CAEIRO
(Traducción de Ángel Campos Pámpano)

lunes, 19 de febrero de 2007

Aquí, un amigo

Mi amigo Bernardo Sánchez me remite, como todos los años, el programa de EL TEXTO ILUMINADO, esa singular combinación de literatura y cine que se inventó, y de la que se ocupa, hace tiempo, de manera amorosa. Programa películas cuya doble vertiente (la literaria y la cinematográfica) se funden en la pantalla y en las presentaciones que encarga a personajes muy diversos, de escritores locales a traductores, de productores a amigos cineastas. La sala acoge a un público variado pero se llena, indefectiblemente.

Este año ha programado un western excepcional que no me canso de ver (El hombre que mató a Liberty Valance) en el que la sabiduría narrativa es equiparable a la interpretación de Stewart y Wayne. Y también una joya de los Beatles, Let it be, además de Carmen Jones, Pat Garret & Billy the Kid y La vida privada de Sherlock Holmes. Bernardo Sánchez cuida los detalles, se ocupa de atender a los presentadores, presenta él mismo algunos de los filmes y se inventa todos los años un pequeño folleto en el que se guardan, ya para siempre, comentarios, filmografías, anécdotas y demás cuestiones relativas a lo escrito y lo proyectado.

Bernardo Sánchez, menos conocido de lo debido, escritor, y sobre todo adaptador y traductor de obras de teatro por todos conocidas (ahí está El verdugo) escribe también sus pensamientos, de actualidad o no tanto, en un blog propio, Ojo de buey, que desde hoy se suma a los enlaces de éste, para que todos, desde cualquier sitio, puedan conocerle ya que no pueden venir a verle presentar lo que más le gusta en el mundo: una buena película. Gracias, Bernardo.

sábado, 17 de febrero de 2007

Detrás de los cristales, llueve, llueve

La infancia es el único territorio en que vivimos seguros. No tanto porque la realidad se nos doblegue como porque entonces no sabemos de incertidumbres. La infancia es, en nuestro recuerdo, tiempo del presente, de lo inmediato. Al caer en la cuenta de que nuestros actos tienen consecuencias y hay que pagar por ellas, perdemos la inocencia del presente. Aparecen el futuro, el cálculo, acaso la mentira para salvar la piel. Poco a poco. Todo esto sólo lo averiguamos después, mucho después, de adultos, pensándonos en tiempo pasado. En ese interregno que es la infancia (aunque no todas, la existencia de niños explotados lo demuestra) todo es posible. Se sueña con lo que no se será, se anticipa lo que seguramente no llegará nunca. La mirada que abrimos al mundo, entonces, es mera potencia, puede ser cualquier cosa. El tiempo se encarga de reducirla a polvo o convertirla en acto.

Empecé a coleccionar las noticias de los periódicos que trataban del espacio en esa época de mi vida. Eran los años grises, la información escasa, los periódicos muy pocos. Reunir unas fotografías de tripulaciones, naves a punto de emprender su viaje y esquemas de planetas y órbitas era una tarea de impaciencia y sosiego: la emoción iba por dentro, las exploraciones superaban la conquista de un continente, los retos eran formidables para la mente humana. De noche, el miedo a la oscuridad era otro reto, personal e intransferible, mucho más cruel y real. Pero entre tanto, a plena luz del día, se podía soñar con galaxias lejanas y profundidades insondables.

Hoy veo las fotografías de los cuerpos celestes en la red de redes y recuerdo con cierta amargura la época en que mi ingenuidad espacial se fue al traste, el momento en que detrás del coraje de la exploración y aventura de la ciencia que la hacía posible fui consciente de los objetivos militares y las insidias políticas que buscaban la supremacía, por no hablar de la posibilidad de emplear el dinero de otro modo más justo. Se me vuelve melancolía la memoria de aquellos cuadernos con fotografías pegadas, cuadernos que desaparecieron no sé dónde. La infancia: soñar un mar de metano o ver el sol desde tan lejos. Todavía se me van los ojos y la imaginación detrás de esos robots diminutos que nos mandan señales. ¿Hay alguien ahí afuera, tan adentro?

lunes, 12 de febrero de 2007

Libros

Esta semana la pasaré rodeado de libros. Voy a Madrid, que es mi pueblo. Pero volveré.

miércoles, 7 de febrero de 2007

¿Gigantes?

Cuando salgo al monte no deja de sorprenderme un cambio que muchos ni siquiera habrán registrado. Por todas partes hay molinos de viento. No los llaman así sino aerogeneradores. Nunca me he acercado mucho a ninguno pero hacen ruido, un zumbido poco acogedor.

No tengo nada que objetar a las energías "limpias", cómo voy a tenerlo. Lo que ocurre es que no son tan limpias. Invaden, y del mismo modo que es imposible sacar una fotografía en un casco antiguo sin que salgan cables o antenas, ya no es posible mirar a ningún lado sin que surjan molinos de viento. Si no están aquí al lado, están más allá. Es una contaminación, como la del ruido, que suele pasar desapercibida para muchos. Por eso mismo quise denunciarla hace tiempo y escribí un artículo, que reproduzco íntegro, que se publicó en el año 2005 (de ahí la alusion quijotesca, oportuna entonces) en un periódico de provincias. Si lo hago es porque los molinos continúan invadiéndonos. No estaría de más que tantas personas preocupadas por el medio y su conservación (¿y quién no?) pensaran en que el medio es también lo que se ve. Y se oye.

Nadie nos dijo nunca que los molinos de viento saldrían del libro para darnos la luz, mover motores y convertirse en negocio en el que la piedra de amolar, el polvillo de la harina y el aspecto risible de los molineros no tendrían cabida. Nadie nos dijo nunca que en este año quijotesco ya habrían ganado la partida los molinos. Claro que nadie nos dice nunca nada.


Es cierto que gastamos mucha energía, energía sucia, que procede de esquilmar la naturaleza y contaminarla hasta extremos insospechados. Es cierto que el dióxido de carbono se va colocando entre nosotros y el sol y contribuye a eso que se llama, a falta de expresión mejor, efecto invernadero. La solución no es fácil, pero sí posible: utilizar otras energías, mal llamadas renovables. Basta que alcancen los niveles de rentabilidad y el negocio cuaja.


Y el negocio es, al mismo tiempo, un acallaconciencias. Algo que el capitalismo que nos vive sabe hacer como nadie. Mezcla los escrúpulos de los gobernantes, la avidez de los más avisados, la buena voluntad de muchos ingenuos. No necesariamente en ese orden. La amalgama es explosiva. El resultado predecible. Las consecuencias irreversibles.


¿Creímos que bajaría el coste de la energía eléctrica ahora que Eolo hace buena parte del trabajo y que según las regiones va siendo cada vez más significativa y creciente? ¿Creímos que los parques eólicos surgirían para salvaguardar nuestro medio y nuestra atmósfera, para usar una energía inagotable y abandonar de una vez los peligrosos y contaminantes combustibles fósiles? ¿Creímos que respetarían nuestro paisaje por formar parte de la naturaleza? Nada más lejos: el negocio es el negocio y los molinos se multiplican; su invasión es cada vez más inquietante.


Lo peor del caso es que no los vemos, ciegos de nosotros, creciendo en nuestras sierras, en los montes pelados, en los cerros ventosos, que no sirven para otra cosa. Eso dicen. Todos los vemos pero los creemos molinos de verdad y no nos damos cuenta de que son gigantes que invaden nuestro paisaje y no van a marcharse. No quedará loma por llenar ni cresta que no lleve su diadema de molinos. ¿Seguiremos creyendo que es por cuidar nuestro medio? ¿Y qué, sino medio, es el paisaje que vemos nosotros, animales fundamentalmente visuales? Más nos valdría apagar la luz para no verlo.

Es necesaria una postdata: creo que el hombre sentado en una silla tiene en algún rincón de su blog algo sobre los molinos de viento que hoy, día de premuras y cegueras diversas, no he sabido encontrar. Espero que me perdone la redundancia de esta entrada en mi bitácora porque en 2005 no conocía su blog. Y nunca viene mal, creo yo, hacer piña en torno a las cosas que de verdad creemos importantes. Por el ejemplo, el paisaje que miramos (y que nos ve) todos los días.

Luz y jade

Jabonoso ese verde, el verde opaco.

Como un ojo de hierba
en una lechosidad como de niebla.
Como lágrima quieta,
con la lentitud resignada
de las enredaderas minerales.
Como algas secas ya, hojas a punto de caer
y morir.

No hay alegría
sino pasado turbio en esa piedra verde
que no llega a esmeralda
excepto cuando roza,
como péndulo que se detiene y goza,
la línea divisoria de tu piel y tu pecho.

Y se duerme en tu cuello.

Con mi agradecimiento a SDR por su enlace generoso en su bosque extranjero.

Mano izquierda



El piano moderno en el jazz ofrece muchas variantes. Tengo para mí que el auténtico genio es Jarrett. Sé que provoca pasiones encontradas y me consta que algunos gerentes de tiendas de discos no saben dónde colocarlo. O lo saben demasiado bien y lo sitúan lejos de la etiqueta "jazz" y aun con precauciones más bien bajo la vergonzante de new age. A su sombra, como a la de los robles demasiado añosos, es difícil crecer.

Sin embargo, el piano sigue vivo y no sólo con Jarrett. La más jarrettiana de sus seguidores es, sin duda, Geri Allen. En el extremo opuesto está Diana Krall a quien su físico, su relación con Elvis Costello y su facilidad para tocar (y cantar) standards le perjudican haciendo ver en ella a una "chica de éxito" que, en realidad, es una excelente pianista en todos los registros y una no mala cantante. Por su camino muy personal transita Patricia Barber, cuyo reciente Mythologies contiene algunos momentos espléndidos. Menos llamativos, aunque sólidos músicos también, son Tim Green, Jacky Terrasson, Sean Wayland o, el cada vez mejor, Benny Green. Eliane Elias sigue en la brecha (muy joven empezó con Steps Ahead) pero su fusión con la música brasileña, con ser buena, le resta (seguramente) partidarios entre los aficionados al jazz más puro. Entre todos ellos y los popes que siguen en activo (Horace Silver, McCoy Tyner, Herbie Hancock, Chick Corea, estos dos últimos de la misma generación que Jarrett) hay mucho donde elegir .

La apuesta más personal que, vista de lejos podría tener algún parecido con la de Jarrett aunque de cerca lleva su propio sello, apartándose de aquél, es la que plantea Brad Mehldau. Sus discos ofrecen una mezcla de standards, composiciones propias y versiones de canciones pop. Suele escribir para sus libretos largas parrafadas trufadas de citas supuestamente cultas y argumentos un tanto oscuros, no todos musicales, en los que no suelen faltar Rilke ni Nietszche. Todo eso deja de tener importancia cuando se sienta al piano, y contorsionándose en exceso, toca. Posee una prodigiosa mano izquierda, propia de los grandes pianistas, la velocidad precisa de un Peterson y el melodismo de un Teddy Wilson. Ha bebido en las grandes fuentes del piano jazzistico y seguramente la inventiva de Monk (a quien recrea a menudo) o los laberínticos recorridos de Powell le han servido de apoyo más de una vez.

El tema que aquí aparece (Exit music, for a film) es uno de sus más conocidos, un original de Radiohead. Está incompleto y es en color, aunque hay en la red al menos otra versión terminada y en blanco y negro, quizá no tan brillante musicalmente. Hay que sentir cómo avanza la melodía, en un crescendo continuo, en una sucesión de escalas que suscitan un sentimiento de pérdida, de vaga melancolía. Ver cómo las manos apenas se levantan, con un ataque sin embargo muy contundente. Cómo la izquierda saborea el teclado y lo vuelve dócil a una melodía que la derecha dibuja con rapidez. Grenadier está ahí con sus cuerdas, no pasa desapercibido. Las baquetas de Rossy hacen un trabajo notabilísimo. Pero nada oculta la brillantez inventiva de Mehldau. Hay que oirlo una y otra vez para creer a sus manos insistentes, con esa independencia que a veces hace creer en dos pianos, en dos pianistas. Es lo que se oye en sus discos una y otra vez. El último es una joya: House on hill. El mismo Mehldau, renovado, que entronca con la mejor tradición clásica.

lunes, 5 de febrero de 2007

Heterotopía

He pasado unos días fuera. Dar una conferencia me ha llevado a I., ciudad fronteriza. Rodeada de otras que también lo son. Desde el aire, todo es más o menos claro. Con un plano cerca, o habiendo visto uno, se puede fácilmente trazar una raya que separa lo que la política internacional considera diferente.

A ras de suelo, la cosa cambia mucho. La gente va y viene y ya que no hay diferencias sustanciales de paisaje, nunca se sabe con exactitud dónde está uno. Al adentrarse se va marcando la diferencia y se obtiene ya una visión más ajena, lo que no deja de ser paradójico porque en realidad somos nosotros los que nos adentramos y, por tanto, los ajenos: ellos ya estaban allí y no se han movido.

La zona no es un modelo de urbanismo mínimamente pensado. Es un caos en el que se mezclan las marismas con la estación internacional, el aeropuerto con las urbanizaciones, los aparcamientos con las murallas antiguas, los montes nevados del fondo con las aguas tranquilas del mar que está en retroceso... Caos y confusión en medio de los cuales todos viven sin preguntarle al vecino de dónde viene ni adónde va. Una buena lección de convivencia.

Foucault, seguramente, se refería a este tipo de espacios cuando hablaba de sus heterotopías. Lugares cuya utopía consiste en ser diferentes. Sitios de nadie. Tierras mezcladas, híbridas, enloquecidas incluso. Posiblemente, tierras en las que uno no se queda pero en las que muchos viven. Lugares donde el mestizaje es posible. Como en todos los puntos de encuentro.