En S., el pueblo de todos los veranos, había dos tiendas casi seguidas en la misma acera de una calle empinada que subía hasta la catedral y, una tercera, una manzana más abajo, lo que, al tratarse de un pueblo, era una distancia más que modesta. Las tres fueron tiendas de mi infancia y todas tuvieron su importancia.
La que estaba más descolgada alimentó mis ansias de alquimista desnortado. Soñaba con descubrir algo (el qué, por su propia naturaleza, era desconocido e indescriptible) y me atontaba viendo aquellos tarros de vidrio, los cajones de madera con sus rótulos, las bolsas en el suelo, llenando anaqueles, agolpadas en la trastienda. Alumbre, sosa, azufre, silicatos de alúmina, cristales de bórax, goma arábiga. Hoy estará todo eso prohibido, regulado, restringido. No es que me parezca mal. Pero yo disfruté de los olores y la visión de esos productos y otros muchos, entonces al alcance de la mano y del bolsillo. Unas pocas pesetas bastaban para adquirir algunos que, mezclados convenientemente, producían el efecto deseado. Hablaré de esto y de fuegos artificiales en otra entrada próxima, porque tiene, también, que ver con los libros.
La siguiente era una perfumería-droguería que además de vender tintes, pinzas, horquillas, jabones y demás, vendía recortables y tebeos. Los había de todo tipo (y hoy pueden verse muchos de ellos en internet a precios astronómicos) y para mí, aquella tienda en la que se vendía colonia a granel vertiendo en el frasco que el cliente llevaba la fragancia pedida por medio de un embudo (y la fragancia a hierbaluisa, lavanda, limón, llenaba toda la tienda), era una fuente de sorpresas. De dónde sacaban esos tesoros aquellas dos mujeres ya mayores, hermanas, nietas del Rodrigo que daba nombre al negocio, repintadas hasta decir basta y que nunca habían salido del pueblo, yo no lo sé. Pero cada verano, la primera que se hacía a esta perfumería era una de las visitas más esperadas porque siempre había recortables nuevos. Y números atrasados de aquellos tebeos que, entonces, leíamos todos: Hazañas bélicas, Roberto Alcázar, Capitán Trueno. En un pueblo en el que no existía puesto de periódicos como tal y sólo una vendedora, Amalia, que esperaba la llegada del corto de Madrid hacia el mediodía con el paquete de prensa (alguna revista también) para luego cerrar hasta el día siguiente, poder hacerse con algunos tebeos descatalogados o atrasados era, sin duda, un lujo. Y con facilidad, porque por la perfumería y droguería que era aquella tienda pasaban obligadamente, las madres, las tías, las hermanas mayores: no tenían que decir el consabido "espérame aquí sin moverte, que ahora vuelvo", no. Entrábamos con ellas, mis amigos, yo, en aquel lugar eminentemente dedicado a las mujeres y escurríamos el bulto entre mostradores con tapa de vidrio que enseñaban barras de labios y toda clase de afeites. Detrás de la puerta, en una estantería escalonada, estaban colocados los recortables y los tebeos.
Pero la tienda principal, la que hoy viene al caso, era la primera, la más cercana a la catedral y frente a la cual, mis amigos del verano y yo sufrimos una evolución paralela a nuestro crecimiento desde la infancia a la primera adolescencia. Porque la tienda era, en realidad, un estanco: y primero compramos en él cerillas y velas para nuestros juegos y cajetillas para los mayores, luego tabaco para nosotros mismos (celtas, bisontes, algún chester de los que vendían sueltos) y, finalmente, libros. Aquel estanco, a partir de un cierto momento y durante el periodo relativamente largo de algunos veranos, fue también la única librería de S.
No puedo precisar las fechas pero tampoco importa. A veces el recuerdo se instala en una zona voluble de la memoria, algo escurridiza y caprichosa, lo suficientemente amplia como para acomodarlo y hacerlo parecer simultáneo a otros recuerdos que, con seguridad, no debieron coincidir. Pero aunque yo no esté interesado, la época no es difícil de discernir. Porque coincidió con la salida al mercado de aquella apuesta que fue Alianza Editorial y que nos marcó tanto (hablo por mí, claro, pero sé que a otros les ocurrió igual) que todavía hoy me sé de memoria (como seguro que otros los saben) algunos de sus títulos primeros: unos leídos entonces, otros años después. Ortega fue el número 1, con Unas lecciones de metafísica; Mozart (la biografía de Fernando Vela), Su único hijo (una novela de Clarín), Hacia la estación de Finlandia (un título que valía por sí solo y alimentaba toda suerte de conjeturas: ¿qué era aquella estación de un país tan lejano?), El año mil de Henri Focillon, Muertes de perro, Cuando las Cortes de Cádiz, Mahoma de Tor Andrae y, añadida a ésta, una biografía de Confucio. Algunos libros de cuentistas rusos, El mar blanco, de Yuri Kazakov y muchos libros de Hermann Hesse, empezando por El lobo estepario. Y Cesare Pavese, hoy casi olvidado con un libro de título misterioso también: Ciau Masino.
Una de las señas de identidad editorial era que, conservando el formato, cada libro tenía su propio estilo, su personalidad. Y las portadas (aquellas portadas de Daniel Gil), los lomos, sugerían y motivaban como ningún libro editado por aquí había sugerido y motivado antes. (Veinte años después estuve en la editorial por motivos que no vienen al caso y hablé con Javier Pradera, de quien se decía que leía todos los libros que publicaba Alianza y escribía personalmente los resúmenes que podíamos leer en sus contraportadas. Me faltó resolución para decirle que muchos de aquellos textos breves me habían llevado a la compra y a la lectura de algunos de aquellos libros. Estoy seguro de no haber sido el único y supongo que él era consciente de la gran influencia que había ejercido, y ejercía, todavía entonces.)
Alianza publicó en poco tiempo (cito de memoria) buena parte de la obra de Kafka, con un par de excepciones notables que sólo pude leer más adelante: El proceso y Carta al padre. El resto (aunque ahora tengo también la espléndida edición anotada y retraducida de Galaxia Gutenberg) lo leí, y lo conservo, en sus tomos de Alianza. La metamorfosis, El castillo (que yo, por mejor visualizarlo situaba en el propia población de S., con sus cuestas empinadas, sus gentes esquivas, su castillo derruido y habitado por gitanos), America, La muralla china y La condena, ambos con sus cuentos fascinantes ("Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta..."), las Cartas a Milena y también (aunque en otra colección que ya ha pasado por aquí, Alianza Tres) la correspondencia de F.K. con Felice Bauer. Un libro de compañía imprescindible era la breve, sustanciosa e ilustrada biografía de F.K. escrita por Klaus Wagenbach. Unos pocos años de efervescencia editorial (luego empezaron otras) en un páramo en el que la máxima suerte cultural era pertenecer a una familia con biblioteca: la mayor parte de los españolitos de entonces estaba más preocupada por el seiscientos y la lavadora que por las aguas estancadas en las que se vivía y los medios que podían ponerse para dejarlas atrás. Una aventura editorial que ofrecía títulos apenas oídos, libros nunca leídos: una renovación cultural de grandísimo calado. Siempre me lleva a pensar lo que yo, algunos de nosotros, debemos a iniciativas así. Somos lo que leemos, me atrevería a decir. Sobre todo, lo que leímos entonces, cuando el mundo parecía tan nuestro y tan posible. Y no son ajenas a este sentimiento de pertenencia, la tristeza y la desilusión que producen (aun siguiendo el comprensible signo económico y financiero de los tiempos) que las colecciones se achiquen, que los fondos editoriales se pierdan, que las editoriales desaparezcan y se conviertan en meras sucursales de proyectos a veces muy dudosos. ¿Cómo no entristecerse si eso se hace con algo que sentimos tan nuestro, que es, porque lo fue, de verdad, nuestro?
En aquel estanco que todavía veo con su mostrador al fondo (y tras él la trastienda diminuta que daba, apartando un cortinón oscuro, a un almacén en el que el tabaco olía a cercanía, a momentos íntimos, a algo que todavía no era una abominación social sino un placer compartido) y con sus vitrinas laterales con llave de seguridad (una precaución inútil, siempre estaban abiertas) en donde se exponían los libros que iban llegando y las novedades que podían apetecer los veraneantes, estuvieron vendiéndose durante varios veranos algunos libros fundamentales en la cultura de nuestro tiempo. El dependiente, hijo de la dueña, un hombre jovial, amante del alcohol y fumador empedernido (¿cómo podía ser de otro modo?) despachaba cuarterones, papel de fumar, cartones, chisqueros, cajetillas de rubio americano. Y vendía libros. Antes de envolver éstos (bolsas no había) los abría y pegaba en la primera página en blanco un sellito de papel dorado, un óvalo festoneado con el nombre en negro, en caligrafía inglesa, del estanco. Hoy, no pocos libros que ocupan lugar en mis estanterías tienen una marca oscura en su primera página, dejada por ese óvalo. La goma ha dejado de pegar pero el sellito, aun desprendido, sigue durmiendo entre esa página y la portada. Es su sitio, de ahí no se moverá.
[Post scriptum: Me voy de vacaciones y por eso no me ha importado alargar esta última entrada. Lo primero que hago (seguramente soy obsesivo) al preparar un viaje es organizar los libros que quiero llevarme. Una primera selección que luego cambia conforme avanzan los días y se acerca el momento de partir, añadiendo o quitando algún título. Finalmente, entran todos los elegidos (y alguno más, por si acaso), con algunos señalapáginas, en su bolsón correspondiente. Siempre pesan más de lo aceptable, pero lo doy por bien empleado. Como recuerdo de aquellos otros que se compraban en el estanco y que llenaron tantas horas veraniegas, he aquí algunos de los que hoy llevo en la maleta. Es el primer equipaje de verano; es posible que olvide los calcetines, pero no los libros.
Pelando la cebolla ha estado aguardando a este momento y el empujón decisivo me lo dio Santos Domínguez con su estimulante crítica (como todas las suyas). De Marías, en cambio, me llevo no sus artículos periodísticos sino la recopilación de sus ensayos literarios (Literatura y fantasma), de los que ya conocía alguno y que ahora aprovecho en su edición bolsillo para leer enteros. Me llevo El Danubio porque por allí voy a andar y pararé en Trieste: buena ocasión, supongo, de rendir homenaje a su autor triestino. Y los Dos pastiches proustianos de Vilallonga. No creo que sean suficientes para tantos días, pero añadiré alguno más por si se da el caso. Ni que decir tiene que volveré y que espero encontrar a todos los amigos por aquí. Hasta entonces, un abrazo a todos. Os deseo un buen verano y mejores lecturas.]
La que estaba más descolgada alimentó mis ansias de alquimista desnortado. Soñaba con descubrir algo (el qué, por su propia naturaleza, era desconocido e indescriptible) y me atontaba viendo aquellos tarros de vidrio, los cajones de madera con sus rótulos, las bolsas en el suelo, llenando anaqueles, agolpadas en la trastienda. Alumbre, sosa, azufre, silicatos de alúmina, cristales de bórax, goma arábiga. Hoy estará todo eso prohibido, regulado, restringido. No es que me parezca mal. Pero yo disfruté de los olores y la visión de esos productos y otros muchos, entonces al alcance de la mano y del bolsillo. Unas pocas pesetas bastaban para adquirir algunos que, mezclados convenientemente, producían el efecto deseado. Hablaré de esto y de fuegos artificiales en otra entrada próxima, porque tiene, también, que ver con los libros.
La siguiente era una perfumería-droguería que además de vender tintes, pinzas, horquillas, jabones y demás, vendía recortables y tebeos. Los había de todo tipo (y hoy pueden verse muchos de ellos en internet a precios astronómicos) y para mí, aquella tienda en la que se vendía colonia a granel vertiendo en el frasco que el cliente llevaba la fragancia pedida por medio de un embudo (y la fragancia a hierbaluisa, lavanda, limón, llenaba toda la tienda), era una fuente de sorpresas. De dónde sacaban esos tesoros aquellas dos mujeres ya mayores, hermanas, nietas del Rodrigo que daba nombre al negocio, repintadas hasta decir basta y que nunca habían salido del pueblo, yo no lo sé. Pero cada verano, la primera que se hacía a esta perfumería era una de las visitas más esperadas porque siempre había recortables nuevos. Y números atrasados de aquellos tebeos que, entonces, leíamos todos: Hazañas bélicas, Roberto Alcázar, Capitán Trueno. En un pueblo en el que no existía puesto de periódicos como tal y sólo una vendedora, Amalia, que esperaba la llegada del corto de Madrid hacia el mediodía con el paquete de prensa (alguna revista también) para luego cerrar hasta el día siguiente, poder hacerse con algunos tebeos descatalogados o atrasados era, sin duda, un lujo. Y con facilidad, porque por la perfumería y droguería que era aquella tienda pasaban obligadamente, las madres, las tías, las hermanas mayores: no tenían que decir el consabido "espérame aquí sin moverte, que ahora vuelvo", no. Entrábamos con ellas, mis amigos, yo, en aquel lugar eminentemente dedicado a las mujeres y escurríamos el bulto entre mostradores con tapa de vidrio que enseñaban barras de labios y toda clase de afeites. Detrás de la puerta, en una estantería escalonada, estaban colocados los recortables y los tebeos.
Pero la tienda principal, la que hoy viene al caso, era la primera, la más cercana a la catedral y frente a la cual, mis amigos del verano y yo sufrimos una evolución paralela a nuestro crecimiento desde la infancia a la primera adolescencia. Porque la tienda era, en realidad, un estanco: y primero compramos en él cerillas y velas para nuestros juegos y cajetillas para los mayores, luego tabaco para nosotros mismos (celtas, bisontes, algún chester de los que vendían sueltos) y, finalmente, libros. Aquel estanco, a partir de un cierto momento y durante el periodo relativamente largo de algunos veranos, fue también la única librería de S.
No puedo precisar las fechas pero tampoco importa. A veces el recuerdo se instala en una zona voluble de la memoria, algo escurridiza y caprichosa, lo suficientemente amplia como para acomodarlo y hacerlo parecer simultáneo a otros recuerdos que, con seguridad, no debieron coincidir. Pero aunque yo no esté interesado, la época no es difícil de discernir. Porque coincidió con la salida al mercado de aquella apuesta que fue Alianza Editorial y que nos marcó tanto (hablo por mí, claro, pero sé que a otros les ocurrió igual) que todavía hoy me sé de memoria (como seguro que otros los saben) algunos de sus títulos primeros: unos leídos entonces, otros años después. Ortega fue el número 1, con Unas lecciones de metafísica; Mozart (la biografía de Fernando Vela), Su único hijo (una novela de Clarín), Hacia la estación de Finlandia (un título que valía por sí solo y alimentaba toda suerte de conjeturas: ¿qué era aquella estación de un país tan lejano?), El año mil de Henri Focillon, Muertes de perro, Cuando las Cortes de Cádiz, Mahoma de Tor Andrae y, añadida a ésta, una biografía de Confucio. Algunos libros de cuentistas rusos, El mar blanco, de Yuri Kazakov y muchos libros de Hermann Hesse, empezando por El lobo estepario. Y Cesare Pavese, hoy casi olvidado con un libro de título misterioso también: Ciau Masino.
Una de las señas de identidad editorial era que, conservando el formato, cada libro tenía su propio estilo, su personalidad. Y las portadas (aquellas portadas de Daniel Gil), los lomos, sugerían y motivaban como ningún libro editado por aquí había sugerido y motivado antes. (Veinte años después estuve en la editorial por motivos que no vienen al caso y hablé con Javier Pradera, de quien se decía que leía todos los libros que publicaba Alianza y escribía personalmente los resúmenes que podíamos leer en sus contraportadas. Me faltó resolución para decirle que muchos de aquellos textos breves me habían llevado a la compra y a la lectura de algunos de aquellos libros. Estoy seguro de no haber sido el único y supongo que él era consciente de la gran influencia que había ejercido, y ejercía, todavía entonces.)
Alianza publicó en poco tiempo (cito de memoria) buena parte de la obra de Kafka, con un par de excepciones notables que sólo pude leer más adelante: El proceso y Carta al padre. El resto (aunque ahora tengo también la espléndida edición anotada y retraducida de Galaxia Gutenberg) lo leí, y lo conservo, en sus tomos de Alianza. La metamorfosis, El castillo (que yo, por mejor visualizarlo situaba en el propia población de S., con sus cuestas empinadas, sus gentes esquivas, su castillo derruido y habitado por gitanos), America, La muralla china y La condena, ambos con sus cuentos fascinantes ("Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta..."), las Cartas a Milena y también (aunque en otra colección que ya ha pasado por aquí, Alianza Tres) la correspondencia de F.K. con Felice Bauer. Un libro de compañía imprescindible era la breve, sustanciosa e ilustrada biografía de F.K. escrita por Klaus Wagenbach. Unos pocos años de efervescencia editorial (luego empezaron otras) en un páramo en el que la máxima suerte cultural era pertenecer a una familia con biblioteca: la mayor parte de los españolitos de entonces estaba más preocupada por el seiscientos y la lavadora que por las aguas estancadas en las que se vivía y los medios que podían ponerse para dejarlas atrás. Una aventura editorial que ofrecía títulos apenas oídos, libros nunca leídos: una renovación cultural de grandísimo calado. Siempre me lleva a pensar lo que yo, algunos de nosotros, debemos a iniciativas así. Somos lo que leemos, me atrevería a decir. Sobre todo, lo que leímos entonces, cuando el mundo parecía tan nuestro y tan posible. Y no son ajenas a este sentimiento de pertenencia, la tristeza y la desilusión que producen (aun siguiendo el comprensible signo económico y financiero de los tiempos) que las colecciones se achiquen, que los fondos editoriales se pierdan, que las editoriales desaparezcan y se conviertan en meras sucursales de proyectos a veces muy dudosos. ¿Cómo no entristecerse si eso se hace con algo que sentimos tan nuestro, que es, porque lo fue, de verdad, nuestro?
En aquel estanco que todavía veo con su mostrador al fondo (y tras él la trastienda diminuta que daba, apartando un cortinón oscuro, a un almacén en el que el tabaco olía a cercanía, a momentos íntimos, a algo que todavía no era una abominación social sino un placer compartido) y con sus vitrinas laterales con llave de seguridad (una precaución inútil, siempre estaban abiertas) en donde se exponían los libros que iban llegando y las novedades que podían apetecer los veraneantes, estuvieron vendiéndose durante varios veranos algunos libros fundamentales en la cultura de nuestro tiempo. El dependiente, hijo de la dueña, un hombre jovial, amante del alcohol y fumador empedernido (¿cómo podía ser de otro modo?) despachaba cuarterones, papel de fumar, cartones, chisqueros, cajetillas de rubio americano. Y vendía libros. Antes de envolver éstos (bolsas no había) los abría y pegaba en la primera página en blanco un sellito de papel dorado, un óvalo festoneado con el nombre en negro, en caligrafía inglesa, del estanco. Hoy, no pocos libros que ocupan lugar en mis estanterías tienen una marca oscura en su primera página, dejada por ese óvalo. La goma ha dejado de pegar pero el sellito, aun desprendido, sigue durmiendo entre esa página y la portada. Es su sitio, de ahí no se moverá.
[Post scriptum: Me voy de vacaciones y por eso no me ha importado alargar esta última entrada. Lo primero que hago (seguramente soy obsesivo) al preparar un viaje es organizar los libros que quiero llevarme. Una primera selección que luego cambia conforme avanzan los días y se acerca el momento de partir, añadiendo o quitando algún título. Finalmente, entran todos los elegidos (y alguno más, por si acaso), con algunos señalapáginas, en su bolsón correspondiente. Siempre pesan más de lo aceptable, pero lo doy por bien empleado. Como recuerdo de aquellos otros que se compraban en el estanco y que llenaron tantas horas veraniegas, he aquí algunos de los que hoy llevo en la maleta. Es el primer equipaje de verano; es posible que olvide los calcetines, pero no los libros.
Pelando la cebolla ha estado aguardando a este momento y el empujón decisivo me lo dio Santos Domínguez con su estimulante crítica (como todas las suyas). De Marías, en cambio, me llevo no sus artículos periodísticos sino la recopilación de sus ensayos literarios (Literatura y fantasma), de los que ya conocía alguno y que ahora aprovecho en su edición bolsillo para leer enteros. Me llevo El Danubio porque por allí voy a andar y pararé en Trieste: buena ocasión, supongo, de rendir homenaje a su autor triestino. Y los Dos pastiches proustianos de Vilallonga. No creo que sean suficientes para tantos días, pero añadiré alguno más por si se da el caso. Ni que decir tiene que volveré y que espero encontrar a todos los amigos por aquí. Hasta entonces, un abrazo a todos. Os deseo un buen verano y mejores lecturas.]