La recomendación de leer esta novela viene de Javier Marías. No es que yo conozca al Javier Marías persona; sí al Javier Marías escritor y es éste el que recomienda el libro de Ford Madox Ford. Y tiene razón: detrás de esta portada se oculta una de las delicias narrativas del siglo XX. Este amigo de Conrad, ya avezado como novelista, decidió llevar a cabo un tour de force novelesco. La novela, ciertamente, se puede resumir en muy poco (no lo haré para que nadie diga que la destripo) pero, salvando las distancias, resulta tan descriptible como En busca del tiempo perdido o Ulises: o sea, nada; no hay manera de saber lo que es si no se lee. Cabe decir, desde luego, que el argumento en sí es olvidable aunque no deja de ser un anécdota amplificada y enrevesada cuyo desenlace tiene cierta intriga. Porque lo que importa es el punto de vista. Y el cómo narrativo.
No exagero si digo que esta novela debe, seguramente, leerse más de una vez. El primer tanteo debería ir seguido de otro que permitiera hacerse cargo de la mirada que el narrador arroja sobre lo narrado. Y eso que el artificio lo descubre el autor desde el principio: Dowell quiere tener, y así lo dice, al lector convertido en un espectador atento a su monólogo. El problema es que nunca nos cuenta la verdad tal cual es, sino como él la sabe, o eso parece. Y aun al final cabe preguntarse qué verdad es esa y si nos la ha contado o la adulterado tanto que hay que volver a empezar para ver de comprenderla. Y sí, seguramente, para experimentarla una tercera vez (y en esta ocasión, para dejar fluir el impulso que cuenta la historia, para disfrutar de sus meandros, de su lenguaje, de sus juegos de palabras, de sus retruécanos, de sus inconsistencias también) y decir, al fin, que, efectivamente, ahora sí, se ha leído El buen soldado.
Para mi gusto, esta proeza narrativa de Ford tiene múltiples caras pero todas pueden reducirse a una: a su intención de imitar el modo en que las historias, contadas verbalmente, nos llegan. Y, con ellas, la información fehaciente, o interesada, o sesgada, o irrelevante, que extraemos. En definitiva, la vida misma, narrada. La única condición que se impone el autor para hacerlo es usar la voz de una sola persona: lo cual, si se quiere evitar imponer el narrador omnisciente característico del siglo anterior, exige reducir el campo de acción a lo que el narrador, convertido así en personaje, es capaz de saber... y de saber transmitir.
Ni que decir tiene que el lenguaje y el tono van acordes con lo narrado. No faltan momentos poéticos, ni expresiones que dan lugar a la sonrisa, ni una cierta sensación de espanto (aunque quizá sea este el punto más erosionado por el paso del tiempo: hemos visto tantos horrores en un siglo que las desgracias que cuenta Ford, aun siéndolo, quedan un tanto apagadas o disminuidas como tales para el lector). Aun así, no se entiende el destino adverso (o, quizá peor, indiferente) de esta obra, que apenas cuenta en los manuales o en las listas de novelas notables de principios de siglo XX.
En un momento dado, el narrador dice de una de las protagonistas: "Sea como fuere, se sentó frente a mí y entonces, por vez primera, prestó algo de atención a mi existencia. Me dirigió, de súbito pero con plena intención, una mirada sostenida. También tenía los ojos azules y tan arqueados los párpados que se le veían los iris por completo. Fue una mirada notabilísima, absolutamente conmovedora, como si por un momento me hubiese me mirado un faro".
Así es esta novela cuando se acaba (la primera vez): como si un faro nos hubiese mirado, quizá durante un momento, con su ojo azul o blanco o rojo y cambiante.
No exagero si digo que esta novela debe, seguramente, leerse más de una vez. El primer tanteo debería ir seguido de otro que permitiera hacerse cargo de la mirada que el narrador arroja sobre lo narrado. Y eso que el artificio lo descubre el autor desde el principio: Dowell quiere tener, y así lo dice, al lector convertido en un espectador atento a su monólogo. El problema es que nunca nos cuenta la verdad tal cual es, sino como él la sabe, o eso parece. Y aun al final cabe preguntarse qué verdad es esa y si nos la ha contado o la adulterado tanto que hay que volver a empezar para ver de comprenderla. Y sí, seguramente, para experimentarla una tercera vez (y en esta ocasión, para dejar fluir el impulso que cuenta la historia, para disfrutar de sus meandros, de su lenguaje, de sus juegos de palabras, de sus retruécanos, de sus inconsistencias también) y decir, al fin, que, efectivamente, ahora sí, se ha leído El buen soldado.
Para mi gusto, esta proeza narrativa de Ford tiene múltiples caras pero todas pueden reducirse a una: a su intención de imitar el modo en que las historias, contadas verbalmente, nos llegan. Y, con ellas, la información fehaciente, o interesada, o sesgada, o irrelevante, que extraemos. En definitiva, la vida misma, narrada. La única condición que se impone el autor para hacerlo es usar la voz de una sola persona: lo cual, si se quiere evitar imponer el narrador omnisciente característico del siglo anterior, exige reducir el campo de acción a lo que el narrador, convertido así en personaje, es capaz de saber... y de saber transmitir.
Ni que decir tiene que el lenguaje y el tono van acordes con lo narrado. No faltan momentos poéticos, ni expresiones que dan lugar a la sonrisa, ni una cierta sensación de espanto (aunque quizá sea este el punto más erosionado por el paso del tiempo: hemos visto tantos horrores en un siglo que las desgracias que cuenta Ford, aun siéndolo, quedan un tanto apagadas o disminuidas como tales para el lector). Aun así, no se entiende el destino adverso (o, quizá peor, indiferente) de esta obra, que apenas cuenta en los manuales o en las listas de novelas notables de principios de siglo XX.
En un momento dado, el narrador dice de una de las protagonistas: "Sea como fuere, se sentó frente a mí y entonces, por vez primera, prestó algo de atención a mi existencia. Me dirigió, de súbito pero con plena intención, una mirada sostenida. También tenía los ojos azules y tan arqueados los párpados que se le veían los iris por completo. Fue una mirada notabilísima, absolutamente conmovedora, como si por un momento me hubiese me mirado un faro".
Así es esta novela cuando se acaba (la primera vez): como si un faro nos hubiese mirado, quizá durante un momento, con su ojo azul o blanco o rojo y cambiante.