
No exagero si digo que esta novela debe, seguramente, leerse más de una vez. El primer tanteo debería ir seguido de otro que permitiera hacerse cargo de la mirada que el narrador arroja sobre lo narrado. Y eso que el artificio lo descubre el autor desde el principio: Dowell quiere tener, y así lo dice, al lector convertido en un espectador atento a su monólogo. El problema es que nunca nos cuenta la verdad tal cual es, sino como él la sabe, o eso parece. Y aun al final cabe preguntarse qué verdad es esa y si nos la ha contado o la adulterado tanto que hay que volver a empezar para ver de comprenderla. Y sí, seguramente, para experimentarla una tercera vez (y en esta ocasión, para dejar fluir el impulso que cuenta la historia, para disfrutar de sus meandros, de su lenguaje, de sus juegos de palabras, de sus retruécanos, de sus inconsistencias también) y decir, al fin, que, efectivamente, ahora sí, se ha leído El buen soldado.
Para mi gusto, esta proeza narrativa de Ford tiene múltiples caras pero todas pueden reducirse a una: a su intención de imitar el modo en que las historias, contadas verbalmente, nos llegan. Y, con ellas, la información fehaciente, o interesada, o sesgada, o irrelevante, que extraemos. En definitiva, la vida misma, narrada. La única condición que se impone el autor para hacerlo es usar la voz de una sola persona: lo cual, si se quiere evitar imponer el narrador omnisciente característico del siglo anterior, exige reducir el campo de acción a lo que el narrador, convertido así en personaje, es capaz de saber... y de saber transmitir.
Ni que decir tiene que el lenguaje y el tono van acordes con lo narrado. No faltan momentos poéticos, ni expresiones que dan lugar a la sonrisa, ni una cierta sensación de espanto (aunque quizá sea este el punto más erosionado por el paso del tiempo: hemos visto tantos horrores en un siglo que las desgracias que cuenta Ford, aun siéndolo, quedan un tanto apagadas o disminuidas como tales para el lector). Aun así, no se entiende el destino adverso (o, quizá peor, indiferente) de esta obra, que apenas cuenta en los manuales o en las listas de novelas notables de principios de siglo XX.
En un momento dado, el narrador dice de una de las protagonistas: "Sea como fuere, se sentó frente a mí y entonces, por vez primera, prestó algo de atención a mi existencia. Me dirigió, de súbito pero con plena intención, una mirada sostenida. También tenía los ojos azules y tan arqueados los párpados que se le veían los iris por completo. Fue una mirada notabilísima, absolutamente conmovedora, como si por un momento me hubiese me mirado un faro".
Así es esta novela cuando se acaba (la primera vez): como si un faro nos hubiese mirado, quizá durante un momento, con su ojo azul o blanco o rojo y cambiante.