miércoles, 26 de septiembre de 2007

Como si por un momento me hubiese me mirado un faro

La recomendación de leer esta novela viene de Javier Marías. No es que yo conozca al Javier Marías persona; sí al Javier Marías escritor y es éste el que recomienda el libro de Ford Madox Ford. Y tiene razón: detrás de esta portada se oculta una de las delicias narrativas del siglo XX. Este amigo de Conrad, ya avezado como novelista, decidió llevar a cabo un tour de force novelesco. La novela, ciertamente, se puede resumir en muy poco (no lo haré para que nadie diga que la destripo) pero, salvando las distancias, resulta tan descriptible como En busca del tiempo perdido o Ulises: o sea, nada; no hay manera de saber lo que es si no se lee. Cabe decir, desde luego, que el argumento en sí es olvidable aunque no deja de ser un anécdota amplificada y enrevesada cuyo desenlace tiene cierta intriga. Porque lo que importa es el punto de vista. Y el cómo narrativo.

No exagero si digo que esta novela debe, seguramente, leerse más de una vez. El primer tanteo debería ir seguido de otro que permitiera hacerse cargo de la mirada que el narrador arroja sobre lo narrado. Y eso que el artificio lo descubre el autor desde el principio: Dowell quiere tener, y así lo dice, al lector convertido en un espectador atento a su monólogo. El problema es que nunca nos cuenta la verdad tal cual es, sino como él la sabe, o eso parece. Y aun al final cabe preguntarse qué verdad es esa y si nos la ha contado o la adulterado tanto que hay que volver a empezar para ver de comprenderla. Y sí, seguramente, para experimentarla una tercera vez (y en esta ocasión, para dejar fluir el impulso que cuenta la historia, para disfrutar de sus meandros, de su lenguaje, de sus juegos de palabras, de sus retruécanos, de sus inconsistencias también) y decir, al fin, que, efectivamente, ahora sí, se ha leído El buen soldado.

Para mi gusto, esta proeza narrativa de Ford tiene múltiples caras pero todas pueden reducirse a una: a su intención de imitar el modo en que las historias, contadas verbalmente, nos llegan. Y, con ellas, la información fehaciente, o interesada, o sesgada, o irrelevante, que extraemos. En definitiva, la vida misma, narrada. La única condición que se impone el autor para hacerlo es usar la voz de una sola persona: lo cual, si se quiere evitar imponer el narrador omnisciente característico del siglo anterior, exige reducir el campo de acción a lo que el narrador, convertido así en personaje, es capaz de saber... y de saber transmitir.

Ni que decir tiene que el lenguaje y el tono van acordes con lo narrado. No faltan momentos poéticos, ni expresiones que dan lugar a la sonrisa, ni una cierta sensación de espanto (aunque quizá sea este el punto más erosionado por el paso del tiempo: hemos visto tantos horrores en un siglo que las desgracias que cuenta Ford, aun siéndolo, quedan un tanto apagadas o disminuidas como tales para el lector). Aun así, no se entiende el destino adverso (o, quizá peor, indiferente) de esta obra, que apenas cuenta en los manuales o en las listas de novelas notables de principios de siglo XX.

En un momento dado, el narrador dice de una de las protagonistas: "Sea como fuere, se sentó frente a mí y entonces, por vez primera, prestó algo de atención a mi existencia. Me dirigió, de súbito pero con plena intención, una mirada sostenida. También tenía los ojos azules y tan arqueados los párpados que se le veían los iris por completo. Fue una mirada notabilísima, absolutamente conmovedora, como si por un momento me hubiese me mirado un faro".

Así es esta novela cuando se acaba (la primera vez): como si un faro nos hubiese mirado, quizá durante un momento, con su ojo azul o blanco o rojo y cambiante.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Dentellada

Desde el sillón (o tumbona) del dentista, se ven las cosas un tanto diferentes. Me llegan los sonidos de las obras callejeras amortiguados, me olvido de la reunión que viene luego y la anestesia consigue de mis labios un rictus (eso imagino) un tanto lelo pero simpático. La somnolencia me lleva a divagar y me hace pensar en lo que debieron ser las bocas de todos los humanos hasta la actual accesibilidad generalizada de los odontólogos modernos, con tornos de precisión, anestesias fulminantes, dentinas artificiales y antibióticos de amplio espectro. Pasando un rato no especialmente cómodo pero nada doloroso, me da por imaginar al humano de hace cien años, o menos: mis abuelos, por ejemplo, sin ir más lejos. Y aun hoy, otros miles de millones de personas en muchas partes no favorecidas del planeta. Algo tan necesario y tan vulnerable como los dientes... y aún se discute acerca de la pertinencia de sufragar con cargo a los presupuestos públicos una parte de la sanidad buco-dental (así llamada). Se me ocurre que algunos políticos hablan como hablan porque nunca han padecido un dolor de muelas. O quizá les duele y no conocen el sillón (o tumbona) del moderno dentista.

(del diario de un jardinero recién empastado,
septiembre post-festivo de 2007)

viernes, 21 de septiembre de 2007

¡¡¡Ooooooooohhhhhhhhh!!!!!!


(para marideliwes)


Lo dicho: son fiestas en mi pueblo.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Desasosiego

Hay días y días. Mucho trabajo por hacer y pocas ganas. Muchas distracciones en torno, demasiadas solicitaciones a las que atender, y cosas que se quedan por hacer, nuevamente.

Nunca he sido especialmente adicto al trabajo pero me ha gustado tanto lo que he hecho que no me ha importado dedicarle tiempo. Y hay tantas otras cosas que me gustan, los libros, la música, que verdaderamente no encuentro momento de aburrirme. Pero de un tiempo a esta parte... me canso con facilidad, no del contenido, sí del esfuerzo... ¿Es eso una prematura vejez? ¿Estoy depre? ¿De dónde sacan otros tanta energía durante tantos años, sin descanso ni interrupción?

Es otro de los misterios... ese desigual reparto de fuerzas.

(del diario de un jardinero, en un pueblo en fiestas... ¿será eso?..., septiembre de 2007)

lunes, 17 de septiembre de 2007

Adioses

En las últimas semanas han hecho mutis por el foro (por el "forro", oí decir una vez a una persona ignorante) dos grandes músicos, quizá no muy conocidos del gran público y quizá tampoco genios de esos que tenemos por referencia. Pero muy notables ambos, cada uno en su intrumento; los dos, además, ampliaron sus posibilidades y su protagonismo en buena medida.

Max Roach (1924) dominaba, y evolucionó, el difícil de las baquetas, los palillos y las escobillas. Su sonido era contundente con unas variantes rítmicas muy complejas, de apreciación complicada para quien no tiene el oído algo entrenado. Se hace difícil atender a un instrumento sólo rítmico mucho tiempo sin cambios melódicos; en el jazz es instrumento netamente acompañante, pero Roach le dio un protaganismo que hasta entonces no había tenido.

Joe Zawinul (1932) hizo lo propio con los teclados, no sólo con el piano. Fue además compositor y participó en la época de mayor actividad musicalmente revolucionaria del jazz moderno, al lado de Miles Davis. Junto con el saxofonista Wayne Shorter ideó uno de los conjuntos de jazz más innovadores, a veces sobrevalorado, no siempre bien entendido, de los años 70: Weather Report.

De ambos ofrezco aquí una muestra. Roach hace una versión singular del Caravan ellingtoniano: atención a sus cambios de ritmo y a la idea, que se olvida a veces, de que el piano es un instrumento híbrido de cuerda y de percusión. De Zawinul, su dúo con Wayner Shorter ante la atenta mirada de Davis: In a silent way.

Adiós a los dos. Queda su música.




miércoles, 12 de septiembre de 2007

Big Brother is watching you

"La voz procedía de una placa oblonga de metal a modo de espejo mate que formaba parte de la superficie de la pared que había a mano derecha. Winston giró un botón y la voz se amortiguó un tanto, aunque las palabras seguían distinguiéndose. El aparato (la telepantalla, así llamado) podía atenuarse pero no había manera de apagarlo por completo" [George Orwell, Nineteen Eighty-Four, 1949. Trad. de FPC]

Ayer, parado detrás de un autobús municipal durante un semáforo que parecía eterno, volví a ver la estampa habitual. Una pantalla de televisión conectada en el interior del vehículo aunque no parecía haber nadie. Lo mismo que cuando se viaja en tren o en barco o en autocar o en avión. Igual que cuando se espera en estaciones, aeropuertos o consultas. Lo mismo que cuando se entra en el metro en Madrid (y en otras capitales) o se toma café en un bar. A veces el estrépito es ensordecedor, no hay manera de mantener una conversación sin chillar. Otras es un rumor sordo pero que no puede apagarse nunca por completo.

Recuerdo una vez en que hice un viaje en autocar con unos alumnos. No logré que mantuvieran la mirada sobre el paisaje, y algunos de sus detalles que yo trataba de explicarles, más que durante el primer cuarto del trayecto. Para el resto, ya llevaban ellos una película.

No me preocupa tanto lo que se vea (que también) como el hecho de que constantemente se vea algo. Para cuándo dejamos el momento de reposo o de reflexión, o para recogernos en nosotros mismos o, sin más, caer presos de una ensoñación, es cosa que cada vez me parece más problemática. De ahí a la alienación, claro, sólo hay un paso. Muy corto. Pero lo que más me sorprende es que esa presencia forme parte de la vida de tanta gente. Conozco personas muy cercanas, y muy queridas, que no saben vivir sin el televisor en marcha. "Me hace compañía", dicen. No sé. Las compañías no deseadas a mí me parecen indeseables. Y las voces, músicas, diálogos, anuncios y demás, de no ser elegidos, me parecen un paisaje acústico pernicioso, compañías muy poco recomendables.

No sé cómo en 1984 hubo idiotas que se atrevieron a decir que Orwell había marrado en algunas de sus profecías (así las llamaban). Ya imagino que habían leído un resumen atolondrado de la novela y no la novela misma. A mí, en cambio, lo que más me asombra, es que ya en 1949, apenas estrenada la televisión y muriéndose él de tuberculosis, supiera Orwell prever que la dichosa pantalla iba a ser un factor insustiuible en la labor de arrancarle su ser al ser humano.

martes, 11 de septiembre de 2007

Alamedas

Mucho jaleo, demasiado... Los trabajos y los días no dejan mucho hueco para elaborar lo pensado y contarlo... Atentado fallido, aquí, bien cerca, sentimientos a flor de piel... La visión de las torres que hoy hace (ya) seis años fueron un símbolo del horror... y más atrás, aunque no olvidado, aquel golpe de estado en el que los traidores principales, como siempre, fueron los que más juraron (¡qué necesidad tenían!) y con su traición dieron origen a años de dolor y horror, no menor que el de las torres, dejando cicatrices que hoy siguen presentes, y doliendo...

(del diario, un tanto hastiado, de un jardinero, a 11 de septiembre de 2007, de 2001, de 1973...)

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Lo que el ojo vio y no quiere olvidar

Los escalones de piedra gastada que ascienden a una catedral en una tarde bochornosa en la que un violinista aficionado pide con su música, y la de Bach.

El maletero del coche, repleto de ideas e ilusiones, muy ordenado al inicio, un revoltillo de objetos preciados al final. Metáfora de la vida misma, del ir y venir que no puede controlarse del todo.

Un río envidiable, ancho y profundo, del que sólo separa, como de las cosas auténticas, una endeble barandilla. El salto, la parábola perfecta, el agua fría, la sombra de los chopos en la ribera.

Una placa en occitano (o en provenzal, estas cosas nunca están claras) sobre la fachada de un edificio en decadencia, en una calleja lateral, a resguardo de los turistas. El nombre, casi olvidado de un escritor. Lo que premia la vanidad del mundo, incluida la del Nobel, se refugia en estas conmemoraciones locales, y en las bibliotecas de los que leen.

Un pavimento, una alfombra en realidad, en una calle impoluta, avanzando como una marea roja que lo invade todo, apoderándose de los automóviles, las jardineras, los bancos, las fuentes. Respetando los árboles.

Dos depósitos de cobre, llenos de agua bendita para los peregrinos. Arriba los florones y las volutas que adornan cada columna de la catedral barroca. Abajo el modesto embudo de plástico, probablemente de fabricación oriental, que sirve para que no se derrame ni una gota. La pulcritud de los tesoros.

Un bosque de abedules. Una mañana luminosa y la luz jugando con las hojas y la grava del suelo. A veces la felicidad requiere tanto. O tan poco.

Los mitos que son nuestros. Mover o conmover. Lo que no olvidamos. Signos de nuestro tiempo. Gentes y vehículos, cine (tanto cine) y música, claro.

Una placa giratoria de un antiguo almacén. Todos los artilugios que inventa el ser humano y van quedando atrás, desapareciendo en nuestro avance. Qué sencilla idea. Qué difícil ejecución. Qué inteligencia humana.

Otro ingenio. Un piano que pasa de compositor a compositor. Un cuarto de trabajo. La desnudez del creador en la desnudez de la habitación. Notas, cartas. Una vida que da para todo. Y para nada. La brevedad. Acaso la inmortalidad, cuando se escuchan las notas de la creación.

Dos simples herramientas convertidas en emblema. Lo que queda del día. Los desechos del ideal y del terror. La magia del símbolo. El tamaño del símbolo. Su color. Su muerte y su arrinconamiento en el pabellón de las ideas ilustres, de la historia pasada, del heroísmo de hemeroteca. Tanta sangre, tantos anhelos. El vacío y el silencio de las galerías de un museo.

Las entrañas de la tierra que requieren la vida de muchos hombres. Hoy, pintada, la vagoneta amarilla parece un juguete, un objeto más del museo. Las fotografías en blanco y negro atestiguan que no lo fue. Costeros, derrumbes, lamparillas, rostros tiznados que emergen y extraen de lo hondo el mercurio que hoy ya no sirve y no se sabe cómo devolver a la madre expoliada. Cómo devolver, también, las vidas de los que las empeñaron en esa extracción demente.

Al borde de un puerto sin barcos. Desde ahí se mira el mar. Los muelles, desiertos. Extraños norayes a los que faltan las amarras y las embarcaciones. Dos medusas carnosas y blancas lentamente flotando. Olor a mar no navegado. El paso de los ilustres literatos que miraron el mar desde aquí. Como yo.

Y una mirada a lo alto, con el cielo enrejado por las ansias humanas. Se puede ir más allá, pero es arduo abandonar la vanidad que sube hasta tan arriba. No olvidar el vacío que queda a ambos lados de la cúpula. Qué lejos de aquella modesta barandilla.

Por fin un atrevido. Pese a las prohibiciones de atravesar las vías, pese al riesgo (¿y qué otra cosa es la vida sino perderla?). No se entretuvo, no lo pensó mucho. La estación estaba quieta, como dormida a esa hora de la mañana. Nadie, salvo quizá yo, lo vio cruzar.

Y finalmente. Podría ser un templo de sueños reflejado en su mar. Es sólo un modesto edificio falseado ante un mar de mentira. Otra mañana más después de un día de lluvia. Levantándose el sol sobre los castaños de Indias y los robles. El agua detenida y su libélula. El tiempo que, a veces siento así, suspenso. El tiempo que no debería pasar y permitirnos, sin embargo, vivir. No matarnos, en suma. El tiempo que es un largo rato de silencio sentado en el jardín después de tantos días de ajetreo.

(del diario de un jardinero, en los primeros días de septiembre de 2007)

martes, 4 de septiembre de 2007

lunes, 3 de septiembre de 2007

domingo, 2 de septiembre de 2007

sábado, 1 de septiembre de 2007