Con el coche detenido en un semáforo interminable, miro por el retrovisor. El coche se ha convertido en un apostadero cambiante, y tan frecuente, que pasa desapercibido. Se mira desde él, pero los viandantes pasan sin mirar. La escena, vista desde dentro, es autista. Cada uno a lo suyo.
Por eso sorprende, aunque tampoco es raro, ver a personas sentadas en su propio coche, autistas en dos sentidos de la palabra (se me ocurre), entregadas a sí mismas. Hay quien habla por el móvil o quien se mete el dedo en la nariz, pero mucho más se ve el rostro de alguien desconocido que medita, se abstrae o, simplemente, disimulando, se pasa el dedo por la comisura del ojo y retira furtivamente una lágrima. Como la mujer de esta mañana.
Por eso sorprende, aunque tampoco es raro, ver a personas sentadas en su propio coche, autistas en dos sentidos de la palabra (se me ocurre), entregadas a sí mismas. Hay quien habla por el móvil o quien se mete el dedo en la nariz, pero mucho más se ve el rostro de alguien desconocido que medita, se abstrae o, simplemente, disimulando, se pasa el dedo por la comisura del ojo y retira furtivamente una lágrima. Como la mujer de esta mañana.
(del diario de un jardinero, noviembre de 2007)