viernes, 9 de marzo de 2007

Tres metáforas acerca de la creación literaria

Memory in itself is nothing, it must have an object
Metáfora del pozo. Todo comienza con el recuerdo. El motor más poderoso, el que gestó la literatura oral de la que proviene la escrita, es la memoria.

(En la escritura, la mano, puesta a su servicio, plasma, entre miles de recuerdos y de posibilidades combinatorias, algunos, unas pocas; en adelante unos y otras quedarán fijados y servirán al lector. También al escritor, quien recordará lo escrito, además o en lugar de lo auténticamente vivido. En detrimento de lo primordialmente recordado, lo convertirá en real. Se dice, con cierta razón, que la patria del escritor es la infancia; es, al menos, una de sus patrias obligadas. Pero la infancia no es sino recuerdo porque sólo existe en lo que fue).

Del pozo del pasado sólo se puede recuperar una parte. Se arroja el balde que se descuelga a veces poco, otras mucho, golpea las paredes o desciende limpiamente y vuelve a la superficie, repleto o vacío, con apenas unas gotas o con agua o con cieno del fondo, a veces un musgo adherido. Su peso no es indicativo: puede devolver al brocal légamo de la capa freática, agua turbia, alguna sorpresa sólida de algo desaparecido hace tanto tiempo que nadie echa ya en falta. En todo caso: arrojar el balde, recoger cuerda haciendo chirriar la polea, descargar lo capturado. Si el agua surge pura, lo que no suele ocurrir, sin precipitados ni partículas flotantes, está lista para beber: las cosas se recuerdan límpidas y netas, no como seguramente fueron, sí como se rememoran. Si el agua sale turbia o lleva restos que no se identifican, exige un filtrado, una limpieza. Lo habitual. Operación que requiere maña y tiempo. Debe servir a un fin: limpiar de adherencias el recuerdo. La memoria per se no es nada: debe centrarse en un objeto, en una perspectiva, en un modo de contemplación. Debe limpiarse, sobre todo, para que no enturbie la vida que queda: un duelo mal resuelto, un paso equivocado, un error que no se corrigió a tiempo.

Mucho más ha de refinarse para contarla porque el pozo sólo ofrece material en bruto. El filtrado se hace, pues, necesario: de la vida propia y de la sublimación de lo vivido, de lo que se recuerda. Materia prima de la escritura. Hay quien hace parapente o ingresa en una secta. Muchos escriben y ahondan en el pozo del recuerdo. Algunos de ellos profesionalizan (si puede decirse así) esa actividad y de ese modo se obligan a convocar a sus demonios, o incluso a inventarlos para poder escribir sobre ellos. El escritor se convierte en, es, en realidad, un zahorí transformado en pocero.


Islands reflect their isolation upon their surrounding waters
Metáfora de la isla desierta. En medio del tráfago de la vida, el ruido es un subproducto inevitable. La actividad produce ruido, sea vital o puramente material: la carencia de actividad es el equivalente mecánico del silencio. No en vano, para realizar una actividad (también la física) se habla de la concentración, pariente relativamente cercano del silencio o que incluso lo abarca. Pero a la vista de que deportistas y estudiantes, políticos y santos, toreros y artistas de toda condición, se concentran antes de actuar en lo suyo, no es extraño que el escritor deba imponerse una disposición parecida. Debe ir a una isla desierta para hacerse con el silencio.

Lo que caracteriza a las islas desiertas (la ausencia humana) es lo peor que se nos dice de ellas: no la carencia de alimento, ni la presencia de animales hostiles, ni siquiera la imposibilidad de abandonarlas. La isla refleja su aislamiento en las aguas que la circundan: no ofrece otra cosa que su propio ser aislado. Estar aislado es estar solo y lo peor del aislamiento es el silencio. Silencio social, se entiende, que sólo se rompe cuando el náufrago es rescatado (y entonces prorrumpe en la verborrea de contar, o escribir, su aventura) o cuando los salvajes (gentes con las que no se puede compartir el lenguaje) hacen su irrupción en la isla como enemigos o como futuros sirvientes. Lo que verdaderamente importa es que la isla se puebla y con ello se produce la actividad humana de relación, que deshace el silencio. Aun a tiros.

Del silencio, a diferencia del pozo, no se saca nada. Por el contrario, el silencio elimina. Lo que se obtiene del silencio es la desaparición de distorsiones que nos impiden oírnos. Quedarse a solas y callar es un viejo método de concentración y meditación, cuyos objetivos pueden ser muy diversos. El escritor necesita de esa ausencia de ruido para oír su propia voz. (No digo que deba escribir en silencio: son conocidos los casos de quienes necesitan el concurso de los parroquianos de un bar o de la radio para sentarse a escribir). Pero el callar interior permite, al eliminar el ruido, dejar lo demás. Lo que quede, eso que sobrevive a la exclusión del ruido, es lo que el escritor debe indagar. El hecho aparentemente supersticioso de que un escritor no hable acerca de su obra en curso para no gafarla (así lo dicen muchos) revela la importancia del silencio: de atender a otras voces, el escritor ya no tendría ante sí lo suyo, propio y único. Oiría el ruido de los demás a su alrededor (la alabanza, la crítica, el consejo, el parecer, la expectativa) y no atendería a su voz propia. La traicionaría: el peor delito de un escritor si quiere serlo de verdad. Así, el auténtico escritor es un explorador obligado a ser náufrago.


To jump or not to jump
Metáfora del trapecio sin red. Crear es dar forma, no sencillamente hacer aparecer algo de la nada. Lo pensado, material o inmaterial, la sensación o el concepto, exigen una forma. Suele decirse: no sabía que pensaba eso hasta que lo dije con palabras. Esa mesa, el frío, aquel odio: todo adquiere su forma en las sinapsis cerebrales. Aun sin saberlo nosotros, esa mesa, el frío, aquel odio, dispararán las mismas sinapsis al experimentarlos de nuevo. Adoptarán la misma forma química que recibieron al formarse. Crear es el trasunto tangible de ese mundo fisiológico que llevamos dentro. Fijar eso en palabras es, además, darle forma comprensible: legible. Y formar es comprometerse, optar, dar de lado lo no elegido. Dar forma equivale a saltar al vacío.

Desde la altura, el mundo parece otro. Las cabezas de los espectadores miran desde abajo. Tienen sus propias vidas, que el trapecista desconoce. Vidas a las que volverán una vez acabada la función, con éxito o fracasada. El trapecista es, para ellos, un ser extraño, elevado aunque mortal. Tal vez por ello alguien esté a la espera de un accidente; tal vez la mayoría tema que pueda producirse tal hecho. Desde arriba la verdad es muy otra.

Caminamos sin pensar dónde ponemos el pie que debe dar el paso: el ejercicio del trapecio es, en ese aspecto, de una simplicidad abrumadora. Es cuestión de equilibrio, basta aplomo. La práctica lo hace todo. Una vez adquiridos aplomo y equilibrio, el paso a veinte metros del suelo es tan seguro como sobre el suelo mismo. El único defecto que no puede permitirse el trapecista es la duda, albergarla sobre el lugar en que poner el pie o sobre el momento de lanzarse: saltar o no saltar. La duda es letal. Permitírsela es morir.

La coartada de los timoratos y los indecisos es la red. Pero saber que si uno cae existe una red que lo recoge sin daño es sencillamente inadmisible para un artista. No es cosa de vanidad ni de soberbia. Es cuestión de dignidad. Si nuestros actos no tienen consecuencias, entonces todo está permitido. Se puede producir siempre el mismo hecho, o siempre uno diferente, podemos elegir cualquier cosa. Si aquello que hacemos no conlleva una consecuencia, entonces no merece la pena el esfuerzo, ni es ético abordarlo como si lo mereciera. Caminar sobre un hilo puesto en el suelo es un juego de niños: si se pisa fuera, se pierde y nada más. Quizá valga como divertimento pero no es una forma de vivir.

De modo que el trapecista no quita la red para matarse, ni para exhibirse todavía más (como hace con su cuerpo casi desnudo o con una malla muy ceñida que lo revela, y con su habilidad corporal) ni para producir un aumento en la caja del circo (incremento que quizá se busque con más frecuencia de lo aconsejable explotando el morbo ajeno). No. Lo hace porque es así como debe hacerse si ha de hacerse bien. El trapecista entonces, aplica su máxima: una vez ensayado todo, una vez realizada la práctica que permitirá el éxito cien veces de cien que se intente, vaciará su cabeza y actuará de forma mentalmente automática. Será su cuerpo el que perciba las diferencias de instantes o milímetros para corregir en consecuencia su postura o su anticipación. Cualquier pensamiento sobre eso está prohibido. Debe proscribirlo para no matarse.

Así el escritor. Posee ya su materia, extraída del pozo de su mismo ser, de su memoria vital que no sólo abarca los recuerdos de la infancia sino el aroma de un vaso de ginebra, o el tacto de un reptil, o la arcada que produce un pelo en la garganta. Posee también su voz propia: la ha escuchado en silencio, ha concebido cómo materializar su pensamiento en palabras, ha jugado con éstas incansablemente cuando va de un lugar a otro de su ciudad, cuando desarrolla otra actividad, cuando quiere dormirse. Esta tarea incesante, que no tiene fin, le asedia de continuo. Precede y acompaña al momento de lanzarse, en el desarrollo de sus sentidos corporales, en el tanteo de su particular trapecio para comprobar cómo vuela, en la elección del instante apropiado para el salto. Si duda, cae. Armado con su memoria y dispuesto con su voz propia, habrá de seguir su instinto. Se lanzará para dar el salto. En ese momento ya no cabrán dudas. Es un niño que juega metido a trapecista.


A task for all seasons
Final. Un trabajo incesante. Una tarea para toda la vida. Después de eso, alguien lee. Y juzga. Pero el pozo sigue, inagotable. La isla permanece en su mar de aislamiento. El trapecio oscila en el aire enrarecido, los focos apagados. Hasta la próxima función. Si la hay.


(Un ensayo literario sin mayor ambición que la de aclarar algunas de mis ideas y publicado en el número 16 de Fábula (2005), revista que se gesta en la Universidad de La Rioja y que va ganando en solidez y ambición, aunque no falte quien la considere anticuada. Es notable que siendo La Rioja tan pequeña haya tanta envidia y camarillas literarias por metro cuadrado y habitante. Cosa, dicho sea de paso, que ni siquiera me entretiene, mucho menos me gusta)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

He leído con calma tu breve ensayo. Siguiendo las premisas que nos marcaba en todo comentario mi vieja profesora de la Universidad, doña Carmen Bobes, he analizado tu texto a través de sus tres sugerentes campos semánticos:
1º Memoria / Pozo / Materia
2º Aislamiento / Silencio / Voz propia / Isla
3º Riesgo / Instinto / Trapecio
Claro que hay de todo ello en el proceso creativo (que debe haberlo). Y lo explicas bien.
Uno, que cuando escribe siempre anda dándole vueltas a la idea de las ascuas -ese resto de hoguera no extinguida que se procurar avivar y que no es otra cosa que el recuerdo-, se identifica mucho con la primera parte. La Wolf estaría encantada con la segunda -por lo de la habitación propia-.
En cuanto a los riesgos, me temo que quienes andamos pergeñando versos sin demasiada fortuna será porque no tenemos alma de funambulistas.
Un fuerte abrazo.

FPC dijo...

Gracias por leerlo con atención. No creo que tenga ningún valor pero me gusta recuperar para la bitácora algunas cosas antiguas que hice con interés y cuidado.

Un abrazo.

Portarosa dijo...

Llevaba varios días postergando esta lectura, porque siempre me cogía con poco tiempo. Hoy por fin lo he leído, y me parece muy interesante, FPC, muy bien explicado. Ha sido muy interesante, insisto.

Un abrazo.

FPC dijo...

Gracias, portorosa. El texto no tenía, ni tiene, mayor alcance. Pretendí, en su momento,hacer una incursión en el terreno del ensayo literario y tratar de aclararme en algunas cuestiones. Las metáforas no son exhaustivas: habrá otras, quizá mejores, aunque haya también que contar con estas.
Un abrazo.