miércoles, 5 de septiembre de 2007

Lo que el ojo vio y no quiere olvidar

Los escalones de piedra gastada que ascienden a una catedral en una tarde bochornosa en la que un violinista aficionado pide con su música, y la de Bach.

El maletero del coche, repleto de ideas e ilusiones, muy ordenado al inicio, un revoltillo de objetos preciados al final. Metáfora de la vida misma, del ir y venir que no puede controlarse del todo.

Un río envidiable, ancho y profundo, del que sólo separa, como de las cosas auténticas, una endeble barandilla. El salto, la parábola perfecta, el agua fría, la sombra de los chopos en la ribera.

Una placa en occitano (o en provenzal, estas cosas nunca están claras) sobre la fachada de un edificio en decadencia, en una calleja lateral, a resguardo de los turistas. El nombre, casi olvidado de un escritor. Lo que premia la vanidad del mundo, incluida la del Nobel, se refugia en estas conmemoraciones locales, y en las bibliotecas de los que leen.

Un pavimento, una alfombra en realidad, en una calle impoluta, avanzando como una marea roja que lo invade todo, apoderándose de los automóviles, las jardineras, los bancos, las fuentes. Respetando los árboles.

Dos depósitos de cobre, llenos de agua bendita para los peregrinos. Arriba los florones y las volutas que adornan cada columna de la catedral barroca. Abajo el modesto embudo de plástico, probablemente de fabricación oriental, que sirve para que no se derrame ni una gota. La pulcritud de los tesoros.

Un bosque de abedules. Una mañana luminosa y la luz jugando con las hojas y la grava del suelo. A veces la felicidad requiere tanto. O tan poco.

Los mitos que son nuestros. Mover o conmover. Lo que no olvidamos. Signos de nuestro tiempo. Gentes y vehículos, cine (tanto cine) y música, claro.

Una placa giratoria de un antiguo almacén. Todos los artilugios que inventa el ser humano y van quedando atrás, desapareciendo en nuestro avance. Qué sencilla idea. Qué difícil ejecución. Qué inteligencia humana.

Otro ingenio. Un piano que pasa de compositor a compositor. Un cuarto de trabajo. La desnudez del creador en la desnudez de la habitación. Notas, cartas. Una vida que da para todo. Y para nada. La brevedad. Acaso la inmortalidad, cuando se escuchan las notas de la creación.

Dos simples herramientas convertidas en emblema. Lo que queda del día. Los desechos del ideal y del terror. La magia del símbolo. El tamaño del símbolo. Su color. Su muerte y su arrinconamiento en el pabellón de las ideas ilustres, de la historia pasada, del heroísmo de hemeroteca. Tanta sangre, tantos anhelos. El vacío y el silencio de las galerías de un museo.

Las entrañas de la tierra que requieren la vida de muchos hombres. Hoy, pintada, la vagoneta amarilla parece un juguete, un objeto más del museo. Las fotografías en blanco y negro atestiguan que no lo fue. Costeros, derrumbes, lamparillas, rostros tiznados que emergen y extraen de lo hondo el mercurio que hoy ya no sirve y no se sabe cómo devolver a la madre expoliada. Cómo devolver, también, las vidas de los que las empeñaron en esa extracción demente.

Al borde de un puerto sin barcos. Desde ahí se mira el mar. Los muelles, desiertos. Extraños norayes a los que faltan las amarras y las embarcaciones. Dos medusas carnosas y blancas lentamente flotando. Olor a mar no navegado. El paso de los ilustres literatos que miraron el mar desde aquí. Como yo.

Y una mirada a lo alto, con el cielo enrejado por las ansias humanas. Se puede ir más allá, pero es arduo abandonar la vanidad que sube hasta tan arriba. No olvidar el vacío que queda a ambos lados de la cúpula. Qué lejos de aquella modesta barandilla.

Por fin un atrevido. Pese a las prohibiciones de atravesar las vías, pese al riesgo (¿y qué otra cosa es la vida sino perderla?). No se entretuvo, no lo pensó mucho. La estación estaba quieta, como dormida a esa hora de la mañana. Nadie, salvo quizá yo, lo vio cruzar.

Y finalmente. Podría ser un templo de sueños reflejado en su mar. Es sólo un modesto edificio falseado ante un mar de mentira. Otra mañana más después de un día de lluvia. Levantándose el sol sobre los castaños de Indias y los robles. El agua detenida y su libélula. El tiempo que, a veces siento así, suspenso. El tiempo que no debería pasar y permitirnos, sin embargo, vivir. No matarnos, en suma. El tiempo que es un largo rato de silencio sentado en el jardín después de tantos días de ajetreo.

(del diario de un jardinero, en los primeros días de septiembre de 2007)

2 comentarios:

DIARIOS DE RAYUELA dijo...

¡Qué hermosura!
Las imágenes tienen de este modo una dimensión distinta. Su inicial sencillez adquiere una proyección paradigmática a la luz de los textos -que tienen mucho de la poesía que a mi me gusta: desde la concisión y casi lo anecdótico permitir la reflexión sobre lo qe de verdad importa-.
Ya se echaban de menos las palabras. Que uno empieza a tener años y eso de la cultura de la imagen -sólo de la imagen- es para los más jóvenes.
Un fuerte abrazo y enhorabuena por los textos.

FPC dijo...

También tú exageras, querido JC. Salvo en lo de las imágenes: ahí estoy contigo en que las palabras priman para nosotros.
Un abrazo.