viernes, 26 de octubre de 2007

Otra lengua

El colegio al que me llevaron en primera instancia enseñaba francés como segunda lengua. De aquél me queda un conocimiento básico, aunque no he dejado de avanzar como he podido en lecturas técnicas: mi conversación francesa sigue siendo rudimentaria, con mucho aparato gestual. Pero al llegar al segundo colegio, en un cambio del que me resentí y en el que, con el correr de los años, comprendí que había perdido más de lo que gané, sí hubo algo novedoso que me iba a llevar bastante lejos. En ese segundo colegio enseñaban inglés.

Cuando veo la cantidad de personas que todos los años inician el estudio de este idioma y compruebo el ínfimo nivel que sigue existiendo en la que ya se ha convertido en lingua franca y tiende a la omnipresencia, me doy cuenta de la suerte que tengo. Porque aprendí inglés y luego pude utilizarlo para ganarme (es un decir) la vida, haciendo de traductor. También me ha permitido viajar en condiciones relativamente ventajosas y, last but not least, me ha proporcionado alguna amistad y relaciones diversas. Aunque lo mejor que le debo al aprendizaje de esa lengua es el montón de libros que hoy se apilan en mi biblioteca y que he podido leer en su lengua original.

Todavía sigue ahí el primero de la lista, comprendido a trancas y barrancas con la ayuda incesante de un diccionario Cuyás de tapas rojas, el único a mi alcance entonces. The snow goose, de Paul Gallico tenía varias ventajas: era un libro muy delgado (apenas 50 páginas) con tipografía de gran tamaño, contaba una historia perfectamente olvidable (la he olvidado), y por lo mismo sin grandes complicaciones, y ofrecía un inglés bastante neutro, sin modismos excesivos o frases complicadas. Prueba de que todo no fue un camino de rosas es el enorme número de anotaciones que hice en sus páginas, traduciendo pacientemente los términos que desconocía. Ni me imagino sentado leyendo ante la mesa con el diccionario al lado y el lápiz en la mano, yo que siempre he leído cómodamente sentado y en aquella época leía también yendo al trabajo y volviendo de él: en metro y en autobús no era posible abrir libro y diccionario, buscar palabras y tomar notas. Pero debí, contra mi costumbre comodona o vaivenera, dedicar horas de mesa y apuntes porque las anotaciones han perdurado y demuestran lo poquísimo que sabía yo entonces. Headquarters, tram o expense aparecen todavía en el segundo volumen al que me lancé, convencido vanidosamente de mis habilidades: The third man, de Graham Greene, con casi ¡120 páginas! y letras mucho más pequeñas. Supongo que el resultado me dejó satisfecho porque he seguido hasta hoy aunque hoy, vanitas vanitatis again, ya rara vez anoto alguna palabra.

El hecho es que en mi isla hay unos cuantos ejemplares en otro idioma que no es el mío materno y que recuerdo haber leído con fruición y disfrutado no poco. Así, de memoria, la trilogía (pero sobre todo el primer tomo) de Titus y Ghormengast de Mervyn Peake, entonces sin traducir al español. No digo todo, pero casi todo Evelyn Waugh, y sobre todo aquella novela que dio lugar a una serie excepcional en la pobre televisión de entonces, Brideshead revisited. Unos cuantos sudafricanos que me interesaban por sus luchas anti-apartheid, como Alan Paton (Cry, the beloved country), o André Brink (A dry white season) o Zoe Wicomb (You can't get lost in Cape Town), aparte, naturalmente de Gordimer y, más tarde, Coetzee. De los americanos Bellow casi íntegro (ah, Henderson the rain king, The adventures of Augie March o Dangling man, qué novelas), algo de Hemingway, Kerouac (el inevitable On the road), Updike (Conejo nunca fue un favorito mío, prefiero sus relatos de Pigeon feathers and other stories), Ray Bradbury (tan mal traducido, y no sólo Farenheit 451 sino, sobre todo sus relatos dispersos, diversos, reunidos en volúmenes estupendos como One more for the road, o The Martian chronicles, aviesamente devualadas como título de un programa nocturno). De los ingleses, mucho de Iris Murdoch (su producción es casi inabarcable) con pequeñas obras maestras como A severed head, A fairly honourable defeat y The Italian girl. La densidad, a veces excesiva, de Lawrence Durrell (aunque qué espléndido su The black book), la ironía ligera y certera de Julian Barnes y, sobre todo, la gran obra de Naipaul.

De todo lo leído de este caribeño convertido en Sir, de humor variable y poco amigo de que le lleven la contraria, me quedo con el primer libro que leí, Miguel Street, que no es el más perfecto (cómo olvidar A bend in the river, que he releído varias veces, o las ya no tan recientes A way in the world, The enigma of arrival y Half a life, tan sabias). Las aventuras de Hat, Wordsworth, Popo, Bogart y demás, en un arrabal de Port of Spain (el Puerto de España fundado ya en el siglo XVI, y convertido en capital de la isla en 1757 por Pedro de la Moneda) persisten en mi memoria y me han acompañado gracias a la antigua insistencia de mi padre para que aprendiera inglés. La categoría ofrece una anécdota que habla mucho de aquellos años y de la persistencia de la memoria, selectiva y errática. En ese segundo colegio en el que aprendí las bases del inglés ponía el cura un magnetófono de aquellos de bobinas para que oyéramos la pronunciación que debíamos imitar. El método seguido era el conocido Assimil, con su manual de tapas duras amarillas (en nuestro caso titulado El inglés sin esfuerzo, pero daba igual, el libro era siempre el mismo con el nombre de la lengua cambiado, y siempre sin esfuerzo) y en él seguíamos las vicisitudes de los raros ingleses que salían de fin de semana en sus coches y sufrían atascos de tráfico, los chistes (sin gracia) que se contaban entre sí y algunas historietas sobre su pasado como aquella lección que hablaba de Robin Hood y del bosque de Sherwood sin venir a cuento. (Robin Hood lived in England many, many years ago. His father was Lord Huntington...). Llegamos a conocer y ha pasado a nuestro acervo cultural algún aspecto socioeconómico de su vida isleña y aislada. Justamente lo que ninguno de nosotros olvidó fue lo único que ninguno supo descifrar (ni tampoco yo ahora): qué intención oculta se escondía tras la primera frase que había que aprender, qué tenía que ver con la vida inglesa, misteriosa y lejana (ah, la pérfida Albión) y qué importancia tenía para aquellos de la circulación invertida, por encima de la reina madre, de la hora del té y de la caza de zorro. Qué quería decir, en definitiva, aquella expresión cuasi surrealista que encabezaba el método, la línea primera de la primera lección: My tailor is rich.

2 comentarios:

Sir John More dijo...

Qué envidia, amigo. He leído algunos libros en inglés, pero me sigue costando y debo seguir usando el diccionario-ladrillo. Por cierto, hace poco releí el libro de Bradbury, Farenheit 451, e incluso le envié un mensaje de protesta a Círculo de Lectores, pidiendo explicaciones por semejante bodrio de traducción (de Francisco Abelenda). Luego, la de Alfredo Crespo me permitió acabar el libro, pero tampoco tiraría yo cohetes... Aunque debería imitarte y pasar de las traducciones, entre las que hay algunas perlas y mucha, mucha barbaridad. Abrazos.

FPC dijo...

Es cuestión de ponerse. No obstante, creo que tengo suerte porque hay algunas traducciones tan penosas que es preferible no leer determinados libros. Y ahí llega mi escapatoria (aunque tienden a acumularse los libros por leer): acudir al original.
Un abrazo.