miércoles, 28 de marzo de 2007

Extrasistolia

Las arritmias son alborotos del corazón. Preferimos que se aplaquen pero nos hacen temer su silencio definitivo.

(del diario de un jardinero, marzo de 2007)

martes, 27 de marzo de 2007

Un puesto de libros

A finales de los 60, había en Madrid un puesto de libros (una tabla sobre dos borriquetas) en la esquina de la calle Princesa con Benito Gutiérrez. Tenía un poco de todo, pero los volúmenes estaban relativamente bien ordenados. No recuerdo quién lo atendía, pero sí creo que se alternaban un hombre y una mujer que me parecían, entonces, mayores. El puesto desaparecía cuando había jaleo en la universidad o manifestaciones en aquel tramo, muy socorrido para esas actividades porque tenía muchas calles en las que despistarse, bares en los que entrar y confundirse con otros estudiantes, bocas de metro que engullían a los que habían dado "el salto". En alguna ocasión, la policía (aquellos grises) interrumpía el comercio de aquel puesto y se llevaba la mercancía u obligaba a cerrar.

Recuerdo que había publicaciones prohibidas. Libros sobre marxismo. Textos de Heleno Saña, Rosa Luxemburgo, Engels, Mao. También literatura de creación. Cosas de León Felipe, Arturo Barea, Alberti. Los tomos estaban entreverados con literatura "aceptable" y, a veces, ocultos bajo ella. Yo adquirí allí algunos de los (no muchos) volúmenes de Losada que ahora poseo. Mi memoria me juega una mala pasada, porque creí haber comprado algún Neruda, y no: uno de ellos lleva la etiqueta inequívoca de una librería y por las fechas de adquisición todos debí comprarlos así. Aun sin recordar los detalles exactos, creo que El mito de Sísifo y La caída, quizá Ángel fieramente humano y algún Sartre procedan de aquel puesto. Mi primera novia en serio me regaló en el 70 la edición del Canto a mí mismo de Whitman, en la versión extravagante y sugestiva de León Felipe. En todo caso, cuando veo algún libro de aquella editorial, para nosotros, en aquella época, mítica y admirable, recuerdo con qué afán leía, no sólo el texto correspondiente, sino las páginas finales en las que la editorial hacía constar todos los libros publicados (Rilke, Roa Bastos, Sábato, Tagore, Moravia, muchos más). Soñaba yo entonces con que algún día los adquiriría todos y formarían un frente impecable en la biblioteca que llegaría a tener.

La realidad hoy es más modesta. Apenas tengo más de una veintena, aunque en las ferias de ocasión y librerías de viejo que muy ocasionalmente visito, me fijo en ellos y si hay alguno poco maltratado (el papel era malo y endeble) lo compro, no tanto por el contenido (que quizá ya tenga en otro volumen) como por aumentar mi escasa colección de unos libros que me recuerdan, indefectiblemente, otros tiempos.

Aparte de Camus, que ya vendrá por aquí bajo otro encabezamiento, Pablo Neruda fue uno de los primeros poetas que leí. Otero, Celaya, Machado, Rilke, Whitman y Hernández fueron, desde luego, otras lecturas primeras, pero en Neruda, no en el versificador político que alababa a Stalin y que yo desconocía sino en el fabricante de imágenes brillantes y de versos épicos, empecé a descubrir algo distinto de lo que por poesía me habían hecho entender en el bachillerato.

De los muchos libros que luego compré y leí de Neruda, hay un volumen pequeño, mal impreso, de letras grandes y composición tipográfica lamentable, que contiene treinta poemas y lleva un título llamativo: Las piedras del cielo. En medio de esa pobreza gráfica y formal, cada piedra que aparece en este librito ofrece un destello de algo que quizá sea la inmortalidad, en un texto que los críticos juzgarán, seguramente, menor, en la trayectoria del poeta. Inmortalidad geológica, por una parte, y eso me llamaba la atención: cómo y por qué un poeta dedicaba un libro entero a las piedras (rocas para los geólogos, véase un comentario, al paso, como no podía ser menos, en ese excelente blog que es OBITER DICTA). Y por otra, inmortalidad de las palabras utilizadas como herramienta descriptiva, táctil, poética. El libro está lleno de subrayados (en una época en que no había leído todavía a Eco ni seguido sus consejos de subrayado y anotación para "apropiarse" del libro leído) y éstos me remiten a muchos versos que, pese a mi notable incapacidad para retenerlos, conozco casi de memoria.

Me gusta especialmente este poema, que he leído muchas veces:

Yo te invito al topacio,
a la colmena
de la piedra amarilla,
a sus abejas,
a la miel congelada
del topacio,
a su día de oro,
a la familia
de la tranquilidad reverberante:
se trata de una iglesia
mínima, establecida en una flor,
como abeja, como
la estructura del sol, hoja de otoño
de la profundidad más amarilla,
del árbol incendidado
rayo a rayo, relámpago a corola,
insecto y miel y otoño
se transformaron en la sal del sol:
aquella miel, aquel temblor del mundo,
aquel trigo del cielo
se trabajaron hasta convertirse
en sol tranquilo, en pálido topacio.


Ya se ve que aquí está el Neruda del detalle, la reiteración, la mirada poética sobre aspectos mínimos de la naturaleza, como el color de esta gema. Después de él, en mis lecturas y en la poesía, vinieron muchos, algunos con una deuda indudable hacia el poeta que vivió brevemente en Madrid, en la Casa de las Flores, que queda justo en la esquina de enfrente de esa otra en la que yo veía sus libros expuestos, precariamente, sobre un tablón, sujetos a los vaivenes de los transeúntes y a las cargas de la policía de esa dictadura a la que no quiso dejar de combatir con sus versos. Estos u otros.

lunes, 26 de marzo de 2007

Los libros de la isla

¿Qué libro se llevaría usted a una isla desierta?

Típica y tópica, la pregunta no tiene respuesta. Primero, porque no me voy a una isla desierta (aunque las ganas crecen). Segundo, porque no quiero restringirme a un solo libro; me llevaría muchos. Tercero, porque estoy aprovechando el trasfondo de selección que exige la pregunta para releer, y a cada libro que releo me salen más candidatos. En no pocas ocasiones caigo en la cuenta de que estos libros de la hipotética lista siempre han estado ahí, me han acompañado de casa en casa, en todas mis vicisitudes. Cuarto, espero no tener que hacer ya más mudanzas. No solamente el saber de los libros ocupa lugar, sino que pesa una enormidad (cuento un mínimo de siete mudanzas acarreando mis libros, más numerosos a cada una de ellas, y seguro que se me olvida alguna. Después de la tercera, la desesperación me venció. Acudí a la Biblioteca Municipal del pueblo del que me iba y pregunté si admitían donaciones. Regalé cerca de 450 libros. Lo peor es que la Biblioteca estaba en unas dependencias municipales, en un 2º piso sin ascensor. El Bibliotecario era un septuagenario, ya jubilado, que trabajaba por amor al arte. No iba él a ayudarme a subirlos. Con sinceridad: ¡bien poco me quejo de mis lumbalgias recurrentes!). Y quinto, sé de buena tinta que ya no quedan islas desiertas.

En resumidas cuentas, que, más que un libro, llevaría un baúl completo. Iré ofreciendo aquí su contenido. De ese baúl iré entresacando algunos títulos que, hoy, me siguen pareciendo significativos. Trataré de dar al texto su contexto, de ofrecer una historia paralela o, al menos, un marco que se parezca al de su adquisición, al de su primera lectura, unas fechas, quizá algún nombre. Será una manera de rememorarlos y compartirlos con todos los que pasen por aquí. Y de animarles a la lectura, si se dejan; puede que algunos de ellos guarden para alguien cierta novedad. Será, así, no sólo un canto a la nostalgia sino también una puesta al día entre tantas novedades inanes y tan livianas que desaparecen con el primer rayo de sol, o la primera lluvia.

Si una persona es los libros que lee (¿quién dijo esto?) esta sección de la isla desierta acogerá entonces algo, o mucho, de lo que soy.

viernes, 23 de marzo de 2007

Soledades


¡Verdes jardinillos,
claras plazoletas,
fuente verdinosa
donde el agua sueña,
donde el agua muda
resbala en la piedra!

ANTONIO MACHADO

jueves, 22 de marzo de 2007

Fugacidad

Como vino, se fue. Tardó en cuajar porque los edificios y el asfalto estaban recalentados después de muchos días de temperaturas altas. Cuajó y dio a la ciudad un aire fantasmagórico, como suele, a medio camino entre el sueño y la irrealidad. Hoy sólo quedan unas bardas sucias, un rincón que se deslíe y hacia el que alguien barrió el exceso que estorbaba el paso.

Igual las gentes. Hasta que cuajan los primeros copos se desea que nieve y nieve. En cuanto el suelo resbala y las carreteras se atascan se notan los inconvenientes. Se cae en la cuenta de las incomodidades que la fantasía genera. Pero nada puede obtenerse sin dar algo a cambio. Y se prefiere la monotonía rutinaria de los días. No vaya a ser que.

Por mi parte, siempre se me llenan los ojos con ese despliegue gratuito y generoso de algo tan fugaz. Los montes están llenos de esa agua liviana que irá deshelándose y pasando a los mares subterráneos. Fecundidad a medio plazo. Como yo: que acumulo estas reservas de magia hasta la siguiente nevada.

(del diario de un jardinero, marzo de 2007)

miércoles, 21 de marzo de 2007

District & Circle

Recuerdo la época en que cogía el metro hasta Richmond, para luego transbordar al tren que me llevaba a Twickenham. Sabía la sucesión de estaciones que se anunciaba, con el tren detenido, en los altavoces de los andenes, mientras las puertas permanecían abiertas. Sabía en cuáles paraba el convoy en ligera curva y en las que la voz metálica prevenía "mind the gap". Otras veces cogía el tren en Waterloo, si me pillaba mejor, y llegaba por la línea de Clapham Junction hasta mi estación de destino. Pero el metro era más rápido y frecuente.

No había vuelto a pensar en la línea verde que se conjuga con la amarilla, la District con la Circle, compartiendo algunos tramos de sus respectivos recorridos. Claro que había visitado Londres algunas otras veces pero, al amparo de otras preocupaciones, el asunto de las estaciones se había desvanecido en mi memoria. Los nombres de esas u otras líneas (Bakerloo, Central, Piccadilly) no despertaban ningún eco; habían pasado a ser, sencillamente, nombres familiares, sin más. Que el recuerdo seguía ahí lo sé porque aún puedo recordar, ya no todas en su orden, las estaciones del ramal de Earl's Court a Turnham Green y Richmond. Pero aquella línea, la District & Circle, la misma de mi juventud, había en todos los demás sentidos desaparecido por completo de mi mente.

La ha vuelto a la consciencia, aun sólo por aproximación, el nuevo libro de poesía de Seamus Heaney. Un libro excelente que es mucho más que ese poema y, me atrevería a decir, bastante más que la suma de los cincuenta y tantos que lo componen.

Vuelve aquí el verso repleto de connotaciones, cargado de significados y onomatopeyas. La trasmutación de la palabra en sonido, en ritmo, en sugerencia. Vuelve la vida campesina en la que transcurrió la infancia de Heaney y con ella muchos elementos y personajes, oficios, fechas, ocasiones que, de no aparecer en su libro, muy probablemente habrían pasado al olvido. Vuelve también la cercanía de la tierra y la del hombre apegado a ella.

Pero también aparecen, inquietantes, los asuntos de hoy, los de la actualidad más inmediata. El 11-S (Anything can happen), la presencia de las guerras en el mundo y su correlato con las guerras de antes (Anahorish 1944, un magnífico y amargo poema sobre la guerra, pese a su aparente frialdad), la sociedad compleja y dividida por el terrorismo (The nod), un hermoso tríptico dedicado a Czeslaw Milosz, Out of this world) y una mirada irónica sobre dos enormes poetas en lengua inglesa ya desaparecidos, T.S. Eliot y Ted Hughes (Stern). Y muchos más. No parece que sea un libro cuya sugestión y los caminos que ésta marca se agoten pronto. Heaney aparece muy cercano (incluso en asuntos que no sean propiamente irlandeses) a las cosas, a su esencia. Su poesía tiene que ver con la tierra y las cosas concretas, pero sus pensamientos, expresados en forma tangencial, en forma de sugerencia a veces casi sin resalte, trascienden el provincianismo y la concreción miope y se hacen así universales en el sentido más amplio de la palabra.

Heaney dialoga en varios casos con otros poetas: Rilke, Auden, Eliot, Hughes, Seferis, Cavafis, Neruda. La riqueza del lenguaje y la alusión a otros no supone un recargamiento culto: abundan los adjetivos pero todos aluden de forma precisa a la idea o la imagen que se quieren transmitir, sin que resulte excesiva su acumulación. El viaje que da título al poema que, a su vez, titula el libro, no está lejos de ser un laberinto subterráneo, análogo, en la edad moderna, al infierno dantesco. En tal sentido, los poemas de este libro son reveladores: apuntan a una realidad que se nos oculta y que, como muchos creen (creemos) puede acaso desvelarse mediante la poesía. Quizá que ésta, cuando menos, sí es capaz de aportar un cierto conocimiento no racional e intuitivo del mundo que nos rodea, como un complemento indispensable del que nos ofrecen las ciencias y la filosofía.

La impresión que dejan muchos poemas exige volver sobre ellos. Sus palabras no son prescindibles. Nos hacen falta para que cuando el incendio del odio y del rencor devore nuestro mundo no todo lo que quede sea

ceniza telúrica y esporas de fuego consumidas.

martes, 20 de marzo de 2007

La mano de nieve

Hoy, la palabra es "nieve". En pleno temporal, la nieve aparece como un toque mágico. Es un espectáculo, e infrecuente aquí. Y como espectáculo que es no a todos gusta por igual, es efímera, tiene algo de engañoso. Y sin embargo nos hace mirar y mirar. ¿Qué vemos en la nieve?

(del diario de un jardinero, marzo de 2007, a pocas horas de la llegada de la primavera)

lunes, 19 de marzo de 2007

Vita brevis

Llevo algunos días sin entrar en esta bitácora porque las circunstancias así lo mandan. El jueves fui a Santander, a repetir la presentación del libro Más relinchos de luciérnagas, de Carlos Villar, publicado por La sirena del Pisueña, una editorial ya no reciente y con una ejecutoria encomiable, editora de poetas cántabros. La presentación fue bien pero, para mi gusto y el de M., que me acompañó, lo mejor vino después. De la mano del director de esa sirena, Fernando Gomarín, nos fuimos a cenar a las tantas. Hubo chascarrillos y coplas (él es etnólogo y se las sabe todas) y todos los amigos presentes hicieron de esa noche algo inolvidable. Terminamos a las 4 dando vueltas en un coche viendo la capital por la noche, acercándonos al mar para oirlo respirar.

Además de los libros que me regaló F.G. (ya traeré alguno por aquí) pasée con M. al día siguiente por Santander. Al pasar por la librería Estudio no pude resistirme y todavía adquirí algún volumen más. En estos tiempos de Internet en que (casi) todo se puede comprar a distancia, entrar en una librería y comprar aquello que no he encontrado en otra y que (sé que no es así) creo que no voy a poder hallar más que en ésa, me produce un placer indecible.

El sábado cenamos con A. y A., con los que estamos viéndonos mucho últimamente. Son cálidos e interesantes. Además de sus continuos viajes y lecturas, de su profesión de arquitectos tienen un teatro en Madrid, que este año celebra su centenario. Andan atareados con el catálogo de una pequeña exposición que van a montar y organizando actos para acompañarla. También terminamos tarde y parece que en su editorial La pájara pinta (últimamente sólo me relaciono con editoriales zoofílicas, parece ser) podrían publicarme unos versos. Ya veremos.

Ayer, domingo, celebraban unos amigos sus veinticinco años de casados, aunque era seguramente más importante el hecho de haber recuperado su casa después de una desastrosa inundación. Más que recuperarla la han rehecho y han reorganizado estanterías y espacios para que su vida, que ya giraba en torno a los libros y la música, se vea entreverada día a día con todos esos objetos. Han utilizado maderas claras, han quitado puertas o las han integrado, correderas, en las paredes, han dispuesto estanterías y baldas para sus decenas de esculturas y recuerdos, traídos de todo el mundo, de pequeño tamaño. Las paredes libres, hay unas cuantas, albergan cuadros estupendos, todos actuales y muchos dedicados. Lo mejor, como de costumbre, fue que P. y M. se las arreglaron para reunir a un buen puñado de amigos con los que, desde la hora del aperitivo, estuvimos hasta bien pasadas las siete y media. Hubo tiempo de todo: comentarios a fondo, puestas al día, risas y bromas, muchos recuerdos. Yo en esto soy un recién llegado porque, en realidad, son todos amigos de muchos años de M. (los dos llevamos poco tiempo juntos) pero me han acogido tan bien que ya los considero amigos míos. Mi única extrañeza consiste en que apenas tengo pasado con ellos, no más de un par de años. Eso hace que el presente, sin condicionantes previos, sea importante. Lo que sí espero, sin embargo, es tener mucho futuro.

Para rematar la faena, J. y M. vienen esta tarde a hacer en casa una merienda. Jamón, huevos fritos con patatas, una botella de vino. Hace tiempo que no los vemos y J. disfrutará con un pequeño obsequio que le tengo preparado y que tiene que ver con la música brasileña, que le enloquece. A las doce, cada mochuelo a su olivo, que luego al semana viene cargada de líos y reuniones.

Me digo a mí mismo, después de escribir todo esto, que no voy a tener tiempo para leer tanto ni tratar a tantos amigos todo lo que quisiera. Quizá la felicidad se encuentre no tanto en el cumplimiento como en los anhelos. Si es así, soy muy feliz.

miércoles, 14 de marzo de 2007

Orillas de un mar interior

En estos días indecisos entre el invierno y la primavera, cuando apenas hay plantas brotadas y las flores son escasas, echo de menos el mar. Yo, que soy de tierra adentro, necesito ver y oír y oler el mar. Palabras como rompiente, gaviota, arena, arrecife, acantilado, forman las orillas de mi mar interior. No es lo único, claro, pero estos días de agobio y prisas necesito saber que el agua que no se deja abarcar, la primigenia, la que une los continentes separados por la tectónica de placas, sigue ahí, y me espera.

(del diario de un jardinero, marzo de 2007)

lunes, 12 de marzo de 2007

Unidades de medida

Recuerdo ahora que en la asignatura de Geografía, en aquellos pupitres de la dictadura y los curas, se nos enseñó que la densidad de población se medía en habitantes por kilómetro cuadrado. La India se acercaba a los 300. Libia no llegaba a los 3. España rondaba los 70.

De algunas de las cifras que se oyen estos días, cabe pensar que sus autores y propagadores no sólo suspendieron aquella asignatura que a mí me hacía soñar con viajes y lugares desconocidos. Debieron de suspender también las Matemáticas, en la que se nos insistía en no confundir las unidades de medida, kilómetros cuadrados con metros cuadrados, por ejemplo. Confusión que más de una vez nos costaba un suspenso. Como a ellos.

(del diario de un jardinero, marzo de 2007)

sábado, 10 de marzo de 2007

viernes, 9 de marzo de 2007

Tres metáforas acerca de la creación literaria

Memory in itself is nothing, it must have an object
Metáfora del pozo. Todo comienza con el recuerdo. El motor más poderoso, el que gestó la literatura oral de la que proviene la escrita, es la memoria.

(En la escritura, la mano, puesta a su servicio, plasma, entre miles de recuerdos y de posibilidades combinatorias, algunos, unas pocas; en adelante unos y otras quedarán fijados y servirán al lector. También al escritor, quien recordará lo escrito, además o en lugar de lo auténticamente vivido. En detrimento de lo primordialmente recordado, lo convertirá en real. Se dice, con cierta razón, que la patria del escritor es la infancia; es, al menos, una de sus patrias obligadas. Pero la infancia no es sino recuerdo porque sólo existe en lo que fue).

Del pozo del pasado sólo se puede recuperar una parte. Se arroja el balde que se descuelga a veces poco, otras mucho, golpea las paredes o desciende limpiamente y vuelve a la superficie, repleto o vacío, con apenas unas gotas o con agua o con cieno del fondo, a veces un musgo adherido. Su peso no es indicativo: puede devolver al brocal légamo de la capa freática, agua turbia, alguna sorpresa sólida de algo desaparecido hace tanto tiempo que nadie echa ya en falta. En todo caso: arrojar el balde, recoger cuerda haciendo chirriar la polea, descargar lo capturado. Si el agua surge pura, lo que no suele ocurrir, sin precipitados ni partículas flotantes, está lista para beber: las cosas se recuerdan límpidas y netas, no como seguramente fueron, sí como se rememoran. Si el agua sale turbia o lleva restos que no se identifican, exige un filtrado, una limpieza. Lo habitual. Operación que requiere maña y tiempo. Debe servir a un fin: limpiar de adherencias el recuerdo. La memoria per se no es nada: debe centrarse en un objeto, en una perspectiva, en un modo de contemplación. Debe limpiarse, sobre todo, para que no enturbie la vida que queda: un duelo mal resuelto, un paso equivocado, un error que no se corrigió a tiempo.

Mucho más ha de refinarse para contarla porque el pozo sólo ofrece material en bruto. El filtrado se hace, pues, necesario: de la vida propia y de la sublimación de lo vivido, de lo que se recuerda. Materia prima de la escritura. Hay quien hace parapente o ingresa en una secta. Muchos escriben y ahondan en el pozo del recuerdo. Algunos de ellos profesionalizan (si puede decirse así) esa actividad y de ese modo se obligan a convocar a sus demonios, o incluso a inventarlos para poder escribir sobre ellos. El escritor se convierte en, es, en realidad, un zahorí transformado en pocero.


Islands reflect their isolation upon their surrounding waters
Metáfora de la isla desierta. En medio del tráfago de la vida, el ruido es un subproducto inevitable. La actividad produce ruido, sea vital o puramente material: la carencia de actividad es el equivalente mecánico del silencio. No en vano, para realizar una actividad (también la física) se habla de la concentración, pariente relativamente cercano del silencio o que incluso lo abarca. Pero a la vista de que deportistas y estudiantes, políticos y santos, toreros y artistas de toda condición, se concentran antes de actuar en lo suyo, no es extraño que el escritor deba imponerse una disposición parecida. Debe ir a una isla desierta para hacerse con el silencio.

Lo que caracteriza a las islas desiertas (la ausencia humana) es lo peor que se nos dice de ellas: no la carencia de alimento, ni la presencia de animales hostiles, ni siquiera la imposibilidad de abandonarlas. La isla refleja su aislamiento en las aguas que la circundan: no ofrece otra cosa que su propio ser aislado. Estar aislado es estar solo y lo peor del aislamiento es el silencio. Silencio social, se entiende, que sólo se rompe cuando el náufrago es rescatado (y entonces prorrumpe en la verborrea de contar, o escribir, su aventura) o cuando los salvajes (gentes con las que no se puede compartir el lenguaje) hacen su irrupción en la isla como enemigos o como futuros sirvientes. Lo que verdaderamente importa es que la isla se puebla y con ello se produce la actividad humana de relación, que deshace el silencio. Aun a tiros.

Del silencio, a diferencia del pozo, no se saca nada. Por el contrario, el silencio elimina. Lo que se obtiene del silencio es la desaparición de distorsiones que nos impiden oírnos. Quedarse a solas y callar es un viejo método de concentración y meditación, cuyos objetivos pueden ser muy diversos. El escritor necesita de esa ausencia de ruido para oír su propia voz. (No digo que deba escribir en silencio: son conocidos los casos de quienes necesitan el concurso de los parroquianos de un bar o de la radio para sentarse a escribir). Pero el callar interior permite, al eliminar el ruido, dejar lo demás. Lo que quede, eso que sobrevive a la exclusión del ruido, es lo que el escritor debe indagar. El hecho aparentemente supersticioso de que un escritor no hable acerca de su obra en curso para no gafarla (así lo dicen muchos) revela la importancia del silencio: de atender a otras voces, el escritor ya no tendría ante sí lo suyo, propio y único. Oiría el ruido de los demás a su alrededor (la alabanza, la crítica, el consejo, el parecer, la expectativa) y no atendería a su voz propia. La traicionaría: el peor delito de un escritor si quiere serlo de verdad. Así, el auténtico escritor es un explorador obligado a ser náufrago.


To jump or not to jump
Metáfora del trapecio sin red. Crear es dar forma, no sencillamente hacer aparecer algo de la nada. Lo pensado, material o inmaterial, la sensación o el concepto, exigen una forma. Suele decirse: no sabía que pensaba eso hasta que lo dije con palabras. Esa mesa, el frío, aquel odio: todo adquiere su forma en las sinapsis cerebrales. Aun sin saberlo nosotros, esa mesa, el frío, aquel odio, dispararán las mismas sinapsis al experimentarlos de nuevo. Adoptarán la misma forma química que recibieron al formarse. Crear es el trasunto tangible de ese mundo fisiológico que llevamos dentro. Fijar eso en palabras es, además, darle forma comprensible: legible. Y formar es comprometerse, optar, dar de lado lo no elegido. Dar forma equivale a saltar al vacío.

Desde la altura, el mundo parece otro. Las cabezas de los espectadores miran desde abajo. Tienen sus propias vidas, que el trapecista desconoce. Vidas a las que volverán una vez acabada la función, con éxito o fracasada. El trapecista es, para ellos, un ser extraño, elevado aunque mortal. Tal vez por ello alguien esté a la espera de un accidente; tal vez la mayoría tema que pueda producirse tal hecho. Desde arriba la verdad es muy otra.

Caminamos sin pensar dónde ponemos el pie que debe dar el paso: el ejercicio del trapecio es, en ese aspecto, de una simplicidad abrumadora. Es cuestión de equilibrio, basta aplomo. La práctica lo hace todo. Una vez adquiridos aplomo y equilibrio, el paso a veinte metros del suelo es tan seguro como sobre el suelo mismo. El único defecto que no puede permitirse el trapecista es la duda, albergarla sobre el lugar en que poner el pie o sobre el momento de lanzarse: saltar o no saltar. La duda es letal. Permitírsela es morir.

La coartada de los timoratos y los indecisos es la red. Pero saber que si uno cae existe una red que lo recoge sin daño es sencillamente inadmisible para un artista. No es cosa de vanidad ni de soberbia. Es cuestión de dignidad. Si nuestros actos no tienen consecuencias, entonces todo está permitido. Se puede producir siempre el mismo hecho, o siempre uno diferente, podemos elegir cualquier cosa. Si aquello que hacemos no conlleva una consecuencia, entonces no merece la pena el esfuerzo, ni es ético abordarlo como si lo mereciera. Caminar sobre un hilo puesto en el suelo es un juego de niños: si se pisa fuera, se pierde y nada más. Quizá valga como divertimento pero no es una forma de vivir.

De modo que el trapecista no quita la red para matarse, ni para exhibirse todavía más (como hace con su cuerpo casi desnudo o con una malla muy ceñida que lo revela, y con su habilidad corporal) ni para producir un aumento en la caja del circo (incremento que quizá se busque con más frecuencia de lo aconsejable explotando el morbo ajeno). No. Lo hace porque es así como debe hacerse si ha de hacerse bien. El trapecista entonces, aplica su máxima: una vez ensayado todo, una vez realizada la práctica que permitirá el éxito cien veces de cien que se intente, vaciará su cabeza y actuará de forma mentalmente automática. Será su cuerpo el que perciba las diferencias de instantes o milímetros para corregir en consecuencia su postura o su anticipación. Cualquier pensamiento sobre eso está prohibido. Debe proscribirlo para no matarse.

Así el escritor. Posee ya su materia, extraída del pozo de su mismo ser, de su memoria vital que no sólo abarca los recuerdos de la infancia sino el aroma de un vaso de ginebra, o el tacto de un reptil, o la arcada que produce un pelo en la garganta. Posee también su voz propia: la ha escuchado en silencio, ha concebido cómo materializar su pensamiento en palabras, ha jugado con éstas incansablemente cuando va de un lugar a otro de su ciudad, cuando desarrolla otra actividad, cuando quiere dormirse. Esta tarea incesante, que no tiene fin, le asedia de continuo. Precede y acompaña al momento de lanzarse, en el desarrollo de sus sentidos corporales, en el tanteo de su particular trapecio para comprobar cómo vuela, en la elección del instante apropiado para el salto. Si duda, cae. Armado con su memoria y dispuesto con su voz propia, habrá de seguir su instinto. Se lanzará para dar el salto. En ese momento ya no cabrán dudas. Es un niño que juega metido a trapecista.


A task for all seasons
Final. Un trabajo incesante. Una tarea para toda la vida. Después de eso, alguien lee. Y juzga. Pero el pozo sigue, inagotable. La isla permanece en su mar de aislamiento. El trapecio oscila en el aire enrarecido, los focos apagados. Hasta la próxima función. Si la hay.


(Un ensayo literario sin mayor ambición que la de aclarar algunas de mis ideas y publicado en el número 16 de Fábula (2005), revista que se gesta en la Universidad de La Rioja y que va ganando en solidez y ambición, aunque no falte quien la considere anticuada. Es notable que siendo La Rioja tan pequeña haya tanta envidia y camarillas literarias por metro cuadrado y habitante. Cosa, dicho sea de paso, que ni siquiera me entretiene, mucho menos me gusta)

jueves, 8 de marzo de 2007

Gordiano

Más que lazo, gracias a ellos, lo siento como un nudo.

(del diario de un jardinero, marzo de 2007)

Cántico


Tiempo en profundidad: está en jardines.
Mira cómo se posa. Ya se ahonda.
Ya es tuyo su interior. ¡Qué transparencia
de muchas tardes, para siempre juntas!
Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes.

JORGE GUILLÉN

miércoles, 7 de marzo de 2007

Precedentes

No sé de qué se extrañan: las banderas que aparecen en sus manifestaciones son las suyas, las de toda la vida, las que les gustan, se merecen y les definen.

(del diario de un jardinero, marzo de 2007)

martes, 6 de marzo de 2007


Vaya por delante que la calidad (visual) no es la debida. Pero el asunto es lo que se escucha, aunque Ella Fitzgerald (1917-1996) era ya un espectáculo en sí: sus movimientos, en apariencia torpes, acompañaban perfectamente a su música.

Al piano está Count Basie (1904-1984) que toca como solía, con ese estilo herencia del piano stride (a trancos, como cabalgando sobre las teclas) y modificado para dejar en ellas las notas justas, sin rellenar todo el espacio sonoro posible. Algo que contrastaba mucho con otros estilos pianísticos muy floreados y llenos de adornos, como el de Art Tatum. Claro que Basie tenía detrás toda una orquesta, que también tenía que expresarse.

El contrabajista es, si no me equivoco, Cleveland Eaton, un secundario que Basie utilizó durante su gira de 1979 y que, como se ve, de secundario nada. El tema, Honeysuckle rose, uno de los que nos dejó el pianista Fats Waller (1904-1943).

Y Ella Fitzgerald. Bastan dos o tres minutos para oirla en todo su esplendor. Canta en dos octavas distintas, retrasa o acelera el tempo para marcar el ritmo, practica a fondo el scat (una palabra de etimología incierta y que ha pasado a designar el canto jazzístico sin palabras, sólo mediante sílabas sin significado). Hay que oirla cómo se arranca partiendo de los versículos de la canción para luego inventar por su cuenta. Su dicción era magnífica, su entonación perfecta. Su sentido del ritmo, impecable. Su repertorio no eludía algunas canciones populares (como The Cheasapeake & Ohio) aunque se nutría de los standards más atractivos de cada momento. Quizá la ha perjudicado entre nosotros el hecho de que siempre se la asocia al jazz tradicional: lo que cantaba era puro swing y no pocas cantantes la han imitado o han aprendido de ella. ¿Innovadora? Baste decir que cantó con los mejores músicos de su época, en orquestas o grupos pequeños, a capella o en dúo. Innovar porque sí no parece tener mucho sentido. Y en cambio lo tiene, y mucho, escucharla de vez en cuando: lo que dice y cómo lo dice sigue vigente: The lady is a tramp o este Honeysuckle rose son muy buenos ejemplos de esta música vitalista, para disfrutar.

(dedicado al señor de portorosa, de quien ya sé que, llegado el caso, prefiere a Billie Holiday)

lunes, 5 de marzo de 2007

Burnt Norton



Resuenan pisadas en el recuerdo
a lo largo del camino que no tomamos
hacia la puerta que no abrimos
que da a la rosaleda. Así resuenan mis palabras
en tu espíritu.
Pero por qué razón
agitan el polvo en un cuenco de pétalos de rosa
lo desconozco.
Otros ecos
habitan el jardín. ¿Los seguimos?


T. S. ELIOT
(Traducción de FPC)

viernes, 2 de marzo de 2007

Una sirena

La Sirena del Pisueña es una pequeña editorial que, con el solo patrocinio del Ayuntamiento de Santa María de Cayón, trata de rescatar la obra de poetas cántabros, unos conocidos y otros casi nada. Hace unas ediciones muy bonitas, con un cuidado tipográfico y de papel que no suele ser común y que explica, al igual que en otros casos, por qué los aficionados a la poesía no sólo buscan el contenido poético del libro sino que valoran su aspecto continente. Fernando Gomarín, con sus gafas gruesas y su pajarita, es el que lleva a cabo esta labor callada y altamente meritoria.

Además, participa y hace participar a "sus" autores en acontecimientos culturales. Uno de éstos, al que Gomarín asiste de manera continuada, es la Tertulia de los Martes Literarios en la Casa-Museo de Segovia. Ésta conmemora cada año la muerte de Antonio Machado y Gomarín y su sirena han compuesto para el sesenta y ocho aniversario de esa muerte solitaria y vergonzosa que no hizo más que agrandar la figura del escritor, un pliego con texto de Miguel Ibáñez. Un pliego tan bien editado como los libros y las plaquettes en las que van ambos, editor y editorial, recogiendo la obra en marcha de los autores cántabros.

Con estos antecedentes, dan ganas de hacerse cántabro y pasar a pertenecer a la nómina que integran entre otros, acogidos en esa editorial con sirena modesta pero de muchas luces, Oliván, Sopeña, Balbontín y el propio Carlos Villar, de quien ayer presentamos, entre Fernando y yo, su último libro de poemas, Más relinchos de luciérnagas. Carlos deja atrás, sin cierres en falso, una cierta temática cuasi juvenil y abre el paso a otra más madura, en medio de guiños a la literatura inglesa y con la impregnación de la ironía que, los que le han leído lo saben, maneja con toda soltura.

Vevey, 1926


Jardín casi amorosamente oscurecido por la proximidad de la lluvia,
jardín bajo la mano rezagada.
Como si cada una de las especies evocase, más grave, en los macizos
lo que pasó, para que un jardinero las hallara.

RAINER MARIA RILKE
(Traducción de Jaime Ferrero Alemparte)