miércoles, 24 de enero de 2007

Tierras de penumbra

En Dusklands, de Coetzee, las dos narraciones que lo componen, The Vietnam Project y The narrative of Jacobus Coetzee, pueden (¿deben?) leerse como dos relatos complementarios pese a que ni su asunto ni su tratamiento guarden correspondencia alguna aparente.

Eugene Dawn (nótese el apellido auroral) es, en la primera, un individuo que se pierde a sí mismo tratando de encontrarse en el grupo, de pertenecer a él: es quien propone qué tipo de guerra psciológica ha de plantearse ante el enemigo vietcong, rara vez visible, escurridizo, con un planteamiento social y tribal distinto del norteamericano. Intocable, por ello. Así, quien trata de alcanzarlo queda, a su vez, tocado, herido, alterado. Dawn sufre una crisis esquizoide que le lleva a una salud tutelada. Justamente lo que él, como individuo adulto de una sociedad adulta, creía poder evitar.

Jacobus Coetzee es, por el contrario, un individuo autosuficiente que, con motivo de su expedición a la tierra de los hotentotes en la que le asalta una inoportuna enfermedad, recorre el camino de la maduración, en un rito de iniciación doloroso y arduo. El dolor es sobre todo físico, un sufrimiento en propia carne del mal existente en el mundo. Este tipo de ritos de paso forma parte esencial de su narrativa: creo que no hay novela suya que no refleje de un modo u otro, en todo caso explícito, ese tránsito de algún protagonista de un estado a otro. (Y por otra parte: ¿no es toda narrativa, en cierto sentido, un aprendizaje así?). El dolor lo proporciona, y lo administra, la sociedad que le acoge y lo cuida a su manera (pero que también le somete a sus normas) y de la que él escapa para ser libre y, a su vez, vengarse.

De modo que observamos en ambas narraciones la tensión individuo-grupo bajo dos facetas bien diversas. En la primera, el grupo que ha trasegado mal y digerido peor la experiencia de Vietnam (véase la incursión abominable en Irak, hoy) pero que triunfa imponiéndose a la posible locura individual mucho más localizada y medible. Prescinde así del individuo o lo somete a la fuerza (el encierro en el psiquiátrico) que es una fórmula inexorable para alejarlo, expulsarlo de sí. En la segunda, el grupo que acoge aunque sin contemplaciones al individuo que se enfrenta a él. Aquí lo deja reducido a una piltrafa que sólo gracias a su propia dependencia del grupo puede sobrevivir, aun a costa de soportar las chanzas y los ataques de sus integrantes. El grupo es, así, en todo caso, el único ser social que debe sobrevivir. El crecimiento personal, por ello, tiene dos lecturas. El individuo que se aleja del grupo para poder ser él mismo y la motivación y explicación histórica de otra abominación, a saber, que los desheredados de un grupo constituyan el suyo propio con un único objetivo, el exterminio de los grupos ajenos. Una base para el apartheid. O los nacionalismos.

Coetzee (no en vano es uno de los escritores más precisos del siglo XXI) no pide perdón, no explica, no justifica. Es marca de la casa y justamente lo que da dureza a su literatura. Ofrece, eso sí, varios planos de interpretación; por ejemplo el que le hace aparecer en la ficción, primero como superior de Dawn, esperando su informe, y, segundo, como heredero de esa historia vergonzosa de familia que es la de tantos y tantos afrikaaners, o europeos, o individuos, en suma. No desea quedar fuera de la responsabilidad colectiva, parece decir, mientras pregunta: ¿somos responsables de los actos de nuestros antepasados?

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