sábado, 17 de febrero de 2007

Detrás de los cristales, llueve, llueve

La infancia es el único territorio en que vivimos seguros. No tanto porque la realidad se nos doblegue como porque entonces no sabemos de incertidumbres. La infancia es, en nuestro recuerdo, tiempo del presente, de lo inmediato. Al caer en la cuenta de que nuestros actos tienen consecuencias y hay que pagar por ellas, perdemos la inocencia del presente. Aparecen el futuro, el cálculo, acaso la mentira para salvar la piel. Poco a poco. Todo esto sólo lo averiguamos después, mucho después, de adultos, pensándonos en tiempo pasado. En ese interregno que es la infancia (aunque no todas, la existencia de niños explotados lo demuestra) todo es posible. Se sueña con lo que no se será, se anticipa lo que seguramente no llegará nunca. La mirada que abrimos al mundo, entonces, es mera potencia, puede ser cualquier cosa. El tiempo se encarga de reducirla a polvo o convertirla en acto.

Empecé a coleccionar las noticias de los periódicos que trataban del espacio en esa época de mi vida. Eran los años grises, la información escasa, los periódicos muy pocos. Reunir unas fotografías de tripulaciones, naves a punto de emprender su viaje y esquemas de planetas y órbitas era una tarea de impaciencia y sosiego: la emoción iba por dentro, las exploraciones superaban la conquista de un continente, los retos eran formidables para la mente humana. De noche, el miedo a la oscuridad era otro reto, personal e intransferible, mucho más cruel y real. Pero entre tanto, a plena luz del día, se podía soñar con galaxias lejanas y profundidades insondables.

Hoy veo las fotografías de los cuerpos celestes en la red de redes y recuerdo con cierta amargura la época en que mi ingenuidad espacial se fue al traste, el momento en que detrás del coraje de la exploración y aventura de la ciencia que la hacía posible fui consciente de los objetivos militares y las insidias políticas que buscaban la supremacía, por no hablar de la posibilidad de emplear el dinero de otro modo más justo. Se me vuelve melancolía la memoria de aquellos cuadernos con fotografías pegadas, cuadernos que desaparecieron no sé dónde. La infancia: soñar un mar de metano o ver el sol desde tan lejos. Todavía se me van los ojos y la imaginación detrás de esos robots diminutos que nos mandan señales. ¿Hay alguien ahí afuera, tan adentro?

3 comentarios:

Portarosa dijo...

Qué bonito, FPC, me ha gustado mucho.

Fíjate, yo más que en la toma de conciencia de las consecuencias de los propios actos, pongo el fin de la infancia en el acotamiento de las posibilidades, en las primeras decisiones y sus correspondientes primeras y ya terribles renuncias. De niños, como tú bien dices, todo es posible para nosotros.

Un abrazo.

FPC dijo...

Gracias, Portorosa.

Estaba escrito hace tiempo, por ahí guardado. Y tienes razón, acotar el campo de lo posible es, con seguridad, lo más frustrante de llegar a adultos.

¿Lograste conectar con el programa? La semana pasada estaba grabado porque yo andaba por los madriles.

Un abrazo.

Portarosa dijo...

Bueno, el programa es hoy, ¿no? La semana pasada no pude, no recuerdo ya por qué. A ver si hoy (¿de 1915 a 2000?).

Un saludo.