sábado, 14 de abril de 2007

Lascaux

No se sabe que asombra más. Su antigüedad: cerca de 20.000 años. O también: su antigüedad y su excelente conservación. O no tanto: porque lo que se visita es la réplica cuasi exacta contruida para preservar de la humedad, el anhídrico carbónico, las variaciones de temperatura y las bacterias humanas el espacio original, hoy Patrimonio de la Humanidad.

La viveza de los colores. Los animales representados. Los símbolos hoy indescifrables. Los oscuros motivos para pintar las bóvedas de unas cuevas que no sirvieron sino para ese conjuro del arte y del misterio. Las técnicas empleadas: la pintura soplada con una cerbatana, las manos que imitan el reborde del pecho de un toro que alguien más, con un pincel que no hemos encontrado y sólo podemos suponer, pinta con óxido de manganeso, un negro mate y hosco. El aprovechamiento del relieve natural para dar sensación de perspectiva.

Y más: la ocurrencia de unas gentes en utilizar unos pigmentos para representar la realidad. Las pruebas con tintes y arcillas, necesarias para conseguir un color uniforme, un brillo de ayer mismo. De esas pruebas no ha quedado ni rastro. La transmisión de ese conocimiento de generación en generación, cuando la vida no superaba por lo general los treinta años. La dedicación de horas y horas cuando el mundo exterior se agitaba hostil y había que perseguir la caza y buscar las bayas y los frutos en las zonas favorables: el Neolítico y la domesticación quedaban todavía muy lejos. La ausencia aparente de ensayos: la obra total y definitiva.

Y cómo no: los hombres y mujeres que, voluntariamente o impulsados por el miedo, hicieron posibles estas pinturas rupestres. Las vidas que fueron sin saber que nosotros vendríamos a contemplarlas al cabo de miles de años. A descender a las profundidades de la tierra, como ellos antes, para no oir las explosiones de las bombas, la verborrea inútil de los mentirosos, las justificaciones de los que defienden su parcelita estúpida en la que sólo cabe una bandera.

Finalmente: no saber si somos como ellos o ellos como nosotros. Qué pulsiones y miedos agitarían sus cerebros. Qué imaginarían del mundo cuando ellos desaparecieran: no saber que imaginamos nosotros cuando, como ellos, desaparezcamos. Olor a azufre o una piedra caliza pintada con nuestra propia sangre.

(del diario de un jardinero, abril de 2007)

4 comentarios:

Portarosa dijo...

Me ha gustado mucho.

Un saludo.

DIARIOS DE RAYUELA dijo...

Tengo la impresión de que cualquier manifestación artística, desde la más primitiva a la más actual, no es sino un conjuro contra lo desconocido.
Muy bello texto, Paco.
Un abrazo.

FPC dijo...

Gracias a los dos. No conozco Altamira, pero Lascaux, visto esta Semana Santa, es toda una experiencia.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Y bueno... yo vengo un poco tarde, parece, FPC.
Terminé apenas de leer y me remití al par de versos de Octavio Paz, cuando se menciona el acorde como parte del ser, la vibración como prolongación de ese instante, pensé en las pulsaciones, en que los actos son formas del pensamiento y manifestaciones cuasi tangibles de él, cierto es que hay vestigios de esos actos, rostros anónimos que se inscriben en las piedras, manos que crean aún a destiempo, ya alejadas... (como en aquel poema de Tsvetaiéva, donde dice: "amarás a la que hoy es sólo huesos") acaso eso es lo que permanece, pienso yo. Y ... no sé, no sé ... es triste imaginar que de un día a otro nosotros pudiéramos desparecer, es triste porque dejaríamos otras inscripciones, tan distintas como bien señalas, muros derruidos, muros que aún se alzan, proclamas en las paredes, consignas que atormentan. De escalofrío. Sin embargo nos quedan los grandes monumentos... y las palabras.


¿leíste ya, De una expedición no realizada a los Himalayas? si no es así, ¿me permites traerlo?

De una expedición no realizada a los Himalayas

Estos son los Himalayas
Montañas de un correr hacia la luna
momento del arranque eternizado
Sobre el cielo abierto
la llanura de las nubes rota,
de un golpe a la nada.
El eco: un sordomudo blanco
el silencio.
Yeti, abajo hay un miércoles,
un abecedario, un pan
y dos más dos son cuatro
y se derrite la nieve
Hay una manzana roja
partida en cuatro.
No sólo crímenes
podría haber entre nosotros,
Yeti, no todas las palabras
condenan a la muerte
Heredamos la esperanza
y el perdón
Mira cómo damos a luz
niños entre las ruinas.
Yeti, tenemos a Shakespeare
Yeti, tocamos el violín
Yeti, cuando anochece
encendemos la luz.
Aquí ni la tierra, ni la luna
y las lágrimas se congelan
o Yeti, puede ser el conejo de la luna
“Señor de la Luna”
piénsalo y regresa.
Entre las cuatro paredes de avalanchas
Estoy llamando al Yeti,
Zapateando para calentarme
sobre la nieve
eterna.

(1957)

Szymborska.


Qué bella entrada Querido Jardinero.

Bonita semana.