Había pensado digitalizar sólo la portada. Pero al colocar el forro en el escáner me di cuenta de que no podía ser: contraportada, lomo y una de las solapas (la otra sobresalía demasiado) formaban un todo inseparable.
Creo que puede verse lo mucho que esa solapa ha protegido el libro. Los de esta colección (Libros Reno, ya se ve) eran de Ediciones G.P., distribuidos por Plaza & Janés. Eran de papel malo, con una letruja casi imposible de leer y páginas y páginas de gozosa aventura por delante.
Mi abuelo, que como ferroviario recorrió de continuo la línea entre M. y B., tuvo que detenerse muchas veces en S., un pueblito un poco áspero, con ciertas ínfulas de ciudad episcopal y una postguerra poco agradecida. En la época en que todavía no era corriente, mi abuelo alquiló una casa y empezó a veranear entre viaje y viaje, cogiendo el tren que pasaba por (casi) la puerta de su casa. Allí se conocieron mis padres, de modo que cuando me señalan lo bobo que me pongo con los recuerdos de aquel pueblo, olvidan que me debo a él, literalmente.
Más adelante, mi abuelo compró una casa, en la que yo pasaba algunas noches durante el verano, admitido en medio de aquella sobriedad (y puede que tristeza) que le hacía llevar una vida rígida y en la que yo entraba, como nieto mayor y entonces muy niño, con la intención de romper la severidad del personaje. Cuando murió, mis padres compraron la casa a los demás herederos y nos trasladamos allí cada verano a lo largo de muchos años.
Decir verano, entonces, era otra cosa. Hoy observo que mis sobrinos, los hijos menores de mis amigos, van a campamentos (cercanos a su casa) y disponen de unas vacaciones fraccionadas y, seguramente, a su gusto. Entonces nos llevaban a S. (a mí y a mis hermanas, pero todos los que veraneaban allí hacían lo mismo) "por San Pedro". Y allí nos quedábamos hasta finales de septiembre, cuando comenzaba el colegio.
En aquella casa que había sido de mi abuelo, mis padres fueron acumulando, como era habitual para esas casas de verano en los pueblos, todo lo que no encajaba en Madrid. La casa era un batiburrillo de objetos que disfrutaban así, de una segunda vida. Algunos de esos objetos eran libros.
En el salón-comedor (la expresión es excesiva para una habitación grande que tenía el suelo y el techo correspondiente abombados en la zona del comedor y una decoración general rústica y desangelada) había dos nichos a modo de estanterías. Unas cuantas baldas acomodaban unas ristras de libros que no por bien ordenados ocultaban su ramplonería. Había novelas baratas, muchos ejemplares de Selecciones, un gran diccionario (el más grande que he visto en mis días: muchos años después compré un Webster completo y no era tan voluminoso) y algunos libros que formaban colección. Eran los "reno". Espigo en mi memoria algunos títulos y casi todos hoy se ven publicados en ediciones mucho más lujosas y atractivas: El hombrecillo de los gansos, La venus de las pieles, Shangai Hotel, La hora veinticinco, El enamorado de la osa mayor. No los leí todos. Cuerpos y almas, por ejemplo. O El alma se apaga. Pero devoré algunos de los que he citado y compré, no mucho tiempo después, unos cuantos más. Casi todos los de Knut Hamsun que leí estaban en esa colección: Hambre, Un vagabundo toca con sordina, Bajo las estrellas de otoño. Papini estaba en Gog. Tagore en Gora. Mann en La montaña mágica y en Los Buddenbrook.
Nunca es tarde para reflexionar acerca de la magia en que consiste la vida. Y hay muchas clases. Buena parte de ella consiste, sin más, en vivir y en saberse vivo. Pero hay otras. Y una magia persistente, lo tengo por seguro, no requiere más que volver la vista atrás y reconocerse en lo sucedido que nos ha hecho como somos. Un ferroviario decide un buen día detenerse en un pueblo. Piensa que será un buen lugar para el veraneo de sus hijos. Lo es después, y mucho, para sus nietos. Alguien compra unos libros baratos. Los lee, quizá no le gustan, tampoco los alaba. Sencillamente los coloca en una estantería. Y un verano tras otro, en los tres meses interminables, alguien saca tiempo (y a escondidas muchas veces, por miedo a que le nieguen ese placer) y los lee. Entre escapadas a las eras, pesca de cangrejos y excursiones en bici para bañarse en un río helado, saca tiempo para ensimismarse y viajar a otros lugares, mucho más lejanos. Es el azar el que nos forma: y va dejando su firma como recuerdos que, al hacerse presentes, en sus vicisitudes, nos dicen con claridad y firmeza quiénes somos.
Compré hace un par de años la bonita edición con nueva traducción de La montaña mágica. Pero me temo que nunca llegue a leerla: Hans Castorp, Settembrini, Naphta, Clawdia Chauchat, Joachim habitan otro libro.
Creo que puede verse lo mucho que esa solapa ha protegido el libro. Los de esta colección (Libros Reno, ya se ve) eran de Ediciones G.P., distribuidos por Plaza & Janés. Eran de papel malo, con una letruja casi imposible de leer y páginas y páginas de gozosa aventura por delante.
Mi abuelo, que como ferroviario recorrió de continuo la línea entre M. y B., tuvo que detenerse muchas veces en S., un pueblito un poco áspero, con ciertas ínfulas de ciudad episcopal y una postguerra poco agradecida. En la época en que todavía no era corriente, mi abuelo alquiló una casa y empezó a veranear entre viaje y viaje, cogiendo el tren que pasaba por (casi) la puerta de su casa. Allí se conocieron mis padres, de modo que cuando me señalan lo bobo que me pongo con los recuerdos de aquel pueblo, olvidan que me debo a él, literalmente.
Más adelante, mi abuelo compró una casa, en la que yo pasaba algunas noches durante el verano, admitido en medio de aquella sobriedad (y puede que tristeza) que le hacía llevar una vida rígida y en la que yo entraba, como nieto mayor y entonces muy niño, con la intención de romper la severidad del personaje. Cuando murió, mis padres compraron la casa a los demás herederos y nos trasladamos allí cada verano a lo largo de muchos años.
Decir verano, entonces, era otra cosa. Hoy observo que mis sobrinos, los hijos menores de mis amigos, van a campamentos (cercanos a su casa) y disponen de unas vacaciones fraccionadas y, seguramente, a su gusto. Entonces nos llevaban a S. (a mí y a mis hermanas, pero todos los que veraneaban allí hacían lo mismo) "por San Pedro". Y allí nos quedábamos hasta finales de septiembre, cuando comenzaba el colegio.
En aquella casa que había sido de mi abuelo, mis padres fueron acumulando, como era habitual para esas casas de verano en los pueblos, todo lo que no encajaba en Madrid. La casa era un batiburrillo de objetos que disfrutaban así, de una segunda vida. Algunos de esos objetos eran libros.
En el salón-comedor (la expresión es excesiva para una habitación grande que tenía el suelo y el techo correspondiente abombados en la zona del comedor y una decoración general rústica y desangelada) había dos nichos a modo de estanterías. Unas cuantas baldas acomodaban unas ristras de libros que no por bien ordenados ocultaban su ramplonería. Había novelas baratas, muchos ejemplares de Selecciones, un gran diccionario (el más grande que he visto en mis días: muchos años después compré un Webster completo y no era tan voluminoso) y algunos libros que formaban colección. Eran los "reno". Espigo en mi memoria algunos títulos y casi todos hoy se ven publicados en ediciones mucho más lujosas y atractivas: El hombrecillo de los gansos, La venus de las pieles, Shangai Hotel, La hora veinticinco, El enamorado de la osa mayor. No los leí todos. Cuerpos y almas, por ejemplo. O El alma se apaga. Pero devoré algunos de los que he citado y compré, no mucho tiempo después, unos cuantos más. Casi todos los de Knut Hamsun que leí estaban en esa colección: Hambre, Un vagabundo toca con sordina, Bajo las estrellas de otoño. Papini estaba en Gog. Tagore en Gora. Mann en La montaña mágica y en Los Buddenbrook.
Nunca es tarde para reflexionar acerca de la magia en que consiste la vida. Y hay muchas clases. Buena parte de ella consiste, sin más, en vivir y en saberse vivo. Pero hay otras. Y una magia persistente, lo tengo por seguro, no requiere más que volver la vista atrás y reconocerse en lo sucedido que nos ha hecho como somos. Un ferroviario decide un buen día detenerse en un pueblo. Piensa que será un buen lugar para el veraneo de sus hijos. Lo es después, y mucho, para sus nietos. Alguien compra unos libros baratos. Los lee, quizá no le gustan, tampoco los alaba. Sencillamente los coloca en una estantería. Y un verano tras otro, en los tres meses interminables, alguien saca tiempo (y a escondidas muchas veces, por miedo a que le nieguen ese placer) y los lee. Entre escapadas a las eras, pesca de cangrejos y excursiones en bici para bañarse en un río helado, saca tiempo para ensimismarse y viajar a otros lugares, mucho más lejanos. Es el azar el que nos forma: y va dejando su firma como recuerdos que, al hacerse presentes, en sus vicisitudes, nos dicen con claridad y firmeza quiénes somos.
Compré hace un par de años la bonita edición con nueva traducción de La montaña mágica. Pero me temo que nunca llegue a leerla: Hans Castorp, Settembrini, Naphta, Clawdia Chauchat, Joachim habitan otro libro.
6 comentarios:
Qué buena entrada.
De las que merecen imprimirse y ser leídas con calma varias veces.
En aquel tiempo, los críos teníamos pueblo (el de nuestros padres o abuelos, el del veraneo).
Siempre he lamentado no poder ofrecerle a mi hijo un pueblo.
El poso que deja suele ser imborrable.
Un fuerte abrazo.
Diarios
Yo también recuerdo los veranos leyendo.
Creo que la vida es un círculo que se abre y se cierra con lo recuerdos, con el poso que nos deja la experiencia, con las casualidades.
Y todo así, jardinero. Estoy convencido de que somos poco más que la primera materia que siembran en nuestro pequeño cerebrito virgen. ¿Por qué, si no, los ancianos aquejados de severas demencias acuden siempre en sus soliloquios -acaso no tan incoherentes- a los jardines perdidos de su primera infancia, como único refugio cierto?
¿Qué estamos sembrando en nuestros pequeños?
Un abrazo, jardinero.
Gracias a los tres. Volveremos con más libros de la isla que traerán más recuerdos... A veces creo que me hago demasiado viejo sólo porque recuerdo demasiado también. Supongo que es inevitable. ¡Ojo! vivo en el presente, no os creáis, pero los recuerdos tienen una cualidad especial... la nostalgia que comentaba el otro día... ¿o no?
Un abrazo
Con cierta pena dejo a mi hija pequeña de cinco años pasar los veranos en el pueblo en casa de los abuelos para que vaya poblando su mundo con otros recuerdos y otros olores.
Pero neves: sólo un comentario que no es consejo siquiera. Pena será por no tenerla contigo (todavía hoy, con mis hijos trabajando, cuando se van después de venir a verme algo se me parte por dentro). Pero déjame decirte que para un chico de ciudad como yo era, S. supuso un revulsivo. No sólo me dio amistades, un pasado que hoy recuerdo, una mentalidad que entender cuando conocí (mucho después) a "gente de pueblo". Más que todo eso, me hizo como soy, una mezcla rara de urbanita y pueblerino. Nunca podré agradecer bastante que mi abuelo se detuviera precisamente allí. Puede que tu hija no lo diga nunca pero seguro que agradecerá ese "préstamo".
Saludos cordiales.
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