lunes, 7 de enero de 2008

Regalos


Al agradecimiento por un regalo, se suma en este caso la gratitud por darme un quehacer que cada vez es más apetecido por mí: la lectura.

Mi librero (Castroviejo, no sólo librero sino amigo), de forma sorpresiva, sin venir a cuento, me regala La novela de Ferrara, un tomazo con la narrativa de Bassani, del que sólo había leído La garza (en una edición de Seix Barral en traducción del poeta Narcís Comadira) y El jardín de los Finzi-Contini, en la misma traducción que la del tomazo, de Carlos Manzano. La misma mañana del 6, arañando tiempo de las obligaciones y de los compromisos me embarco en la lectura: me lleva a un mundo que ya me resulta familiar, lleno de esa poética en que consiste la novela (la narrativa, por extensión) y que señalaba Kundera (cito de memoria), a saber, que la novela trata no de lo que ocurre en la realidad sino de las posibilidades de la realidad. Aquellos ferrareses de finales del XIX y principios del XX ¿qué tienen que ver conmigo? Que son como yo, otras posibilidades de la misma realidad, otros seres humanos metidos en su agujero cercado de compromisos y obligaciones, cada cual en su agujero y con su cerco correspondiente. Como esos minivolcanes de picón negro, en Lanzarote, en los que se cultivan las vides: vistos desde el aire aparecen todos iguales. Desde el aire: la perspectiva del novelista.


Junto a mi zapato (es un decir) apareció ayer otro tomazo que duplica una obra que ya tengo, aunque en tres volúmenes: los Ensayos de Michel de Montaigne. No quiero pasar por excelente conocedor de su obra, porque no lo soy. Lo he estudiado a retazos y he leído con atención, digamos técnica, por motivos jardineros, su Journal de voyage. Este otro tomo no es un libro para devorar. Requiere otra lectura, quizá más dispersa, más fragmentaria, una lectura de ida y vuelta que, súbitamente, arroja luz sobre algún aspecto de nuestra naturaleza más íntima, una veta desconocida, un goteo imperceptible, un yacimiento en que ganga y mena se mezclan de manera inextricable. Hacia esos nudos se encamina el ensayista (y Montaigne es, seguramente, el primero de todos) para hablarnos de la amistad, de Creso, de las milicias romanas o de los caballos destreros, los que caminan descansados a la mano derecha del jinete para servir de caballos de refresco en la batalla, o en una cabalgada. Como la lectura, que también es destrera: ahí está, en medio de otras obligaciones y compromisos para sacarnos de nosotros mismos y descansarnos por dentro. Desde dentro, como un minero: la perspectiva del filósofo.

Sólo anticipar las horas que pueda dedicar a estas dos lecturas ya me hace estar agradecido, a mi librero y la reina maga de mi zapato. Son los mejores de entre varios otros recibidos, todos buenos y, algunos, hasta prácticos. Aunque nada más práctico en mi caso, ya digo, que un libro.

Y, lo que son las cosas: leyendo por encima, para abrir boca, la completa cronología de Montaigne que acompaña a su libro me encuentro, de repente, con que la primera edición conocida en italiano de los Ensayos se publicó... en Ferrara.

Qué voy a decir: estaba escrito.

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