viernes, 11 de abril de 2008

Diego Valor

a L. A. de Cuenca, que seguro que tiene la colección completa

La parte visible de este pedrusco que vaga por el espacio tiene unos 20 kilómetros de largo: la foto está tomada a unos 6.800 kilómetros de su superficie por el satélite de la NASA Mars Reconaissance Orbiter. Los científicos deducen que las zonas irisadas de tonos azules cercanas al cráter Stickney son más modernas que el resto. Se cree que algunos de los otros cráteres menores se formaron por el impacto de materiales expulsados por Marte: los residuos fobianos salieron despedidos al espacio porque su gravedad, una milésima de la terrestre, es incapaz de retener casi nada en su superficie. La foto que cuelgo aquí es una versión de calidad reducida: la original tiene una resolución tal que los detalles que pueden apreciarse llegan a la veintena de metros: un logro técnico indudable.

Pero en Fobos (y en Deimos), los dos satélites de Marte, residen parte de mis sueños. No sé cómo llegaron a mi manos (no debía pasar yo de los siete u ocho años), unas cajas procedentes de casa de mi abuelo con unos tebeos apaisados, impresos en mal papel, con pares de páginas alternas en color o en blanco y negro, según los cuadernillos. Eran aventuras cortas y un tanto convencionales: malos, buenos, princesas o damas a las que había que rescatar y héroes que daban su vida por hacerlo. Dos nombres me han quedado. Diego Valor era, como se deduce de su nombre, el protagonista invencible. Tenía uno de esos rostros macizos, esculpidos a cincel, anguloso, supongo que buscando una belleza masculina que pudiera considerarse arquetípica. Ni que decir tiene que siempre ganaba y estaba en relaciones (lo que no que daba muy claro era de qué tipo, decir novia ya sería asegurar mucho para la época) con la bella a la que, imperdonablemente, no recuerdo. El otro tipo memorable era el Gran Mekong.

Hoy, y me refiero al día de hoy mismo, con Tibet al fondo, sería fácil relacionar su estampa con la idea que se ha manejado habitualmente en Occidente del "peligro amarillo". Los malos del tebeo eran, en realidad, verdes, muy verdes, de orejas puntiagudas y ojos más bien rasgados, con cabezas generalmente redondeadas y sin pelo. Su líder, el Gran Mekong, aparecía, paradójicamente, con su apellido cuando estudiábamos geografía física de Asia. Hoy pienso que no podía ser, no era, una casualidad. Eran malos, malos. A mí, sin embargo, me fascinaban. Habían inventado unos sillones voladores, rojos, enormes, en los que los pilotos iban sentados y hacían piruetas en el espacio a velocidades impensables. De ellos surgían armas letales que disparaban al enemigo. Diego Valor y los suyos terminaban por capturar algunos de estos sillones y aplicar a sus verdes rivales su propia medicina. Diego Valor y los suyos, si recuerdo bien, tenían su base en Marte, adonde llegaban desde la Tierra en cosa de segundos, en grandes naves relucientes. Los malvados mekongianos (ni sé si se llamaban así) habitaban Fobos y Deimos, dos lunas misteriosas, de nombres que para siempre han quedado asociados en mi imaginación a esos seres verdes, muy verdes, que, seguramente con razón, deseaban un reparto mejor de las superficies planetarias. Todo eso me daba miedo, mucho miedo, y dormía arrebujado en la cama, tapado hasta casi asfixiarme: hasta que no podía más, y en el silencio de la noche me levantaba para coger a tientas un tebeo más y leerlo bajo las sábanas con una linternita, cosa prohibida, muerto de miedo, muerto de placer.

En uno de mis viajes a Madrid de los últimos meses, tuve que esperar bastante en Atocha. Aun sin ser aficionado a los comics, paseé entre los puestos que había instalados, creo que era una feria de ocasión, y que ofrecían, como suele ser, un poco de todo. Pero más que nada, postales antiguas (compré una vista de S. que casi me salió al paso), cachivaches domésticos, juguetes viejos... y tebeos. No los buscaba, aparecieron de pronto en uno de los puestos más apartados, sin tanta gente alrededor: Diego Valor, el Gran Mekong, los sillones rojos voladores, las naves espaciales, Marte y sus satélites, Fobos y Deimos. Instintivamente, adelanté la mano para coger un ejemplar y ya estaba a punto de abrirlo cuando me detuve en seco: me sorprendí a mí mismo sin saber si quería volver a ver todo aquello que ya no era siquiera un recuerdo sino parte de mi propia vida y romper así esa memoria dispersa y selectiva que me habían dejado esos tebeos, acompañándome desde un piso de la calle Ibiza en Madrid hasta esa mañana en la estación de Atocha, tantos años después. El precio era asequible, había bastantes números, podría haberme hecho no con la colección completa pero sí con algunos números seguidos que me habrían devuelto un aroma conocido a papel áspero y tintas alternadas. Decidí que no. Dejé sin abrir el tebeo que tenía en las manos y miré a los paneles de horarios: mi tren ya tenía vía adjudicada.

Diego Valor, hoy reconvertido en científico prominente, ha tomado en su nave espacial esa fotografía increíble y detalladísima de Fobos. Al Gran Mekong no se le ve, acaso porque esté en Deimos preparando un ataque letal, éste sí, por fin, contra la flota terrestre. Sus sillones rojos voladores están ya a punto.

6 comentarios:

amart dijo...

Magnífico texto, amigo, viajes imposibles en el espacio (si no por la imaginación), y en el tiempo (si no por la memoria). Creo que yo tampoco habría abierto el tebeo. ¿Y si al hacerlo se rompe parte de la caja de cristal donde guardamos la infancia, quizá la única verdad de nuestra vida?
Un abrazo.

DIARIOS DE RAYUELA dijo...

Quizás hiciste bien en no adquirir esos tebeos. Nunca sería ya lo mismo. Hace sólo unos años recuperé para mi hijo algunas historietas de mi infancia que aún andaban perdidas por los armarios de la casa de mis padres. A. las tomó con cierta aprensión. La humedad había cartografiado el paso del tiempo por aquellas páginas de mal papel. Y a mí me pareció que la emoción de las viejas aventuras de Daniel Boone estaba en los recuerdos atesorados en la memoria, ya no entre las viñetas de los comics recuperados.
Gran texto, jardinero.
Un abrazo.

marideliwes dijo...

Todos de acuerdo en el valor del texto :-) Yo sí que hubiera abierto los tebeos. Y hubiera perdido el tren, probablemente. Lo de tratar de pasárselos a mi hijo... eso, seguro que no.

FPC dijo...

Gracias a los tres. Abrir o no abrir, esa es la cuestión. O dicho de otro modo: volver o no volver. Nunca se sabe qué debe hacerse. Supongo que vivir consiste en eso.
Un abrazo.

Portarosa dijo...

Me ha gustado mucho.

No sé, nos da miedo romper el encanto del recuerdo. Dice mi padre siempre, no sé si citando a alguien, algo así como que la vuelta a un recuerdo maravilloso es siempre decepcionante. Vamos, que sería mejor dejarlo estar y disfrutar de él sin moverlo y arriesgarnos a que desaparezca.

¿Pero no hay algo de cobardía en eso? ¿O no, o es una opción inteligente y realista, del que sabe de dónde sacar sus satisfacciones?

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Quizás no sea lo mismo que comprar aquellos viejos tebeos, pero, la pasada semana adquirí en una librería de Valladolid una interesante publicación llamada Cuadernos de la Historieta Española. Ésta está dedicada a Diego Valor, personaje del que de joven leí muchos cuadernillos y del que, con esta publicación, he recuperado parte de su recuerdo.¡Ay aquellos recordados años junto a la radio!