martes, 27 de marzo de 2007

Un puesto de libros

A finales de los 60, había en Madrid un puesto de libros (una tabla sobre dos borriquetas) en la esquina de la calle Princesa con Benito Gutiérrez. Tenía un poco de todo, pero los volúmenes estaban relativamente bien ordenados. No recuerdo quién lo atendía, pero sí creo que se alternaban un hombre y una mujer que me parecían, entonces, mayores. El puesto desaparecía cuando había jaleo en la universidad o manifestaciones en aquel tramo, muy socorrido para esas actividades porque tenía muchas calles en las que despistarse, bares en los que entrar y confundirse con otros estudiantes, bocas de metro que engullían a los que habían dado "el salto". En alguna ocasión, la policía (aquellos grises) interrumpía el comercio de aquel puesto y se llevaba la mercancía u obligaba a cerrar.

Recuerdo que había publicaciones prohibidas. Libros sobre marxismo. Textos de Heleno Saña, Rosa Luxemburgo, Engels, Mao. También literatura de creación. Cosas de León Felipe, Arturo Barea, Alberti. Los tomos estaban entreverados con literatura "aceptable" y, a veces, ocultos bajo ella. Yo adquirí allí algunos de los (no muchos) volúmenes de Losada que ahora poseo. Mi memoria me juega una mala pasada, porque creí haber comprado algún Neruda, y no: uno de ellos lleva la etiqueta inequívoca de una librería y por las fechas de adquisición todos debí comprarlos así. Aun sin recordar los detalles exactos, creo que El mito de Sísifo y La caída, quizá Ángel fieramente humano y algún Sartre procedan de aquel puesto. Mi primera novia en serio me regaló en el 70 la edición del Canto a mí mismo de Whitman, en la versión extravagante y sugestiva de León Felipe. En todo caso, cuando veo algún libro de aquella editorial, para nosotros, en aquella época, mítica y admirable, recuerdo con qué afán leía, no sólo el texto correspondiente, sino las páginas finales en las que la editorial hacía constar todos los libros publicados (Rilke, Roa Bastos, Sábato, Tagore, Moravia, muchos más). Soñaba yo entonces con que algún día los adquiriría todos y formarían un frente impecable en la biblioteca que llegaría a tener.

La realidad hoy es más modesta. Apenas tengo más de una veintena, aunque en las ferias de ocasión y librerías de viejo que muy ocasionalmente visito, me fijo en ellos y si hay alguno poco maltratado (el papel era malo y endeble) lo compro, no tanto por el contenido (que quizá ya tenga en otro volumen) como por aumentar mi escasa colección de unos libros que me recuerdan, indefectiblemente, otros tiempos.

Aparte de Camus, que ya vendrá por aquí bajo otro encabezamiento, Pablo Neruda fue uno de los primeros poetas que leí. Otero, Celaya, Machado, Rilke, Whitman y Hernández fueron, desde luego, otras lecturas primeras, pero en Neruda, no en el versificador político que alababa a Stalin y que yo desconocía sino en el fabricante de imágenes brillantes y de versos épicos, empecé a descubrir algo distinto de lo que por poesía me habían hecho entender en el bachillerato.

De los muchos libros que luego compré y leí de Neruda, hay un volumen pequeño, mal impreso, de letras grandes y composición tipográfica lamentable, que contiene treinta poemas y lleva un título llamativo: Las piedras del cielo. En medio de esa pobreza gráfica y formal, cada piedra que aparece en este librito ofrece un destello de algo que quizá sea la inmortalidad, en un texto que los críticos juzgarán, seguramente, menor, en la trayectoria del poeta. Inmortalidad geológica, por una parte, y eso me llamaba la atención: cómo y por qué un poeta dedicaba un libro entero a las piedras (rocas para los geólogos, véase un comentario, al paso, como no podía ser menos, en ese excelente blog que es OBITER DICTA). Y por otra, inmortalidad de las palabras utilizadas como herramienta descriptiva, táctil, poética. El libro está lleno de subrayados (en una época en que no había leído todavía a Eco ni seguido sus consejos de subrayado y anotación para "apropiarse" del libro leído) y éstos me remiten a muchos versos que, pese a mi notable incapacidad para retenerlos, conozco casi de memoria.

Me gusta especialmente este poema, que he leído muchas veces:

Yo te invito al topacio,
a la colmena
de la piedra amarilla,
a sus abejas,
a la miel congelada
del topacio,
a su día de oro,
a la familia
de la tranquilidad reverberante:
se trata de una iglesia
mínima, establecida en una flor,
como abeja, como
la estructura del sol, hoja de otoño
de la profundidad más amarilla,
del árbol incendidado
rayo a rayo, relámpago a corola,
insecto y miel y otoño
se transformaron en la sal del sol:
aquella miel, aquel temblor del mundo,
aquel trigo del cielo
se trabajaron hasta convertirse
en sol tranquilo, en pálido topacio.


Ya se ve que aquí está el Neruda del detalle, la reiteración, la mirada poética sobre aspectos mínimos de la naturaleza, como el color de esta gema. Después de él, en mis lecturas y en la poesía, vinieron muchos, algunos con una deuda indudable hacia el poeta que vivió brevemente en Madrid, en la Casa de las Flores, que queda justo en la esquina de enfrente de esa otra en la que yo veía sus libros expuestos, precariamente, sobre un tablón, sujetos a los vaivenes de los transeúntes y a las cargas de la policía de esa dictadura a la que no quiso dejar de combatir con sus versos. Estos u otros.

1 comentario:

Mamen Alegre dijo...

Anoto el libro de Neruda, el botón de muestra es una maravilla, gracias.

Un saludo.