domingo, 2 de marzo de 2008

...y vuelta

Es difícil describir ese sentimiento. Paso en el tren a toda velocidad (otra vez los 300 pero no se notan, es más, por un momento sospecho que el número está trucado para hacernos creer que vamos tan deprisa; sólo las matemáticas no engañan: de Madrid a Zaragoza en hora y poco más, luego hemos de haber sacado una media muy alta que, seguramente exige esos 300 matenidos algunos minutos): paso en el tren, digo, viendo los lugares que me son familiares, los alrededores de S., que siempre he contemplado desde el lado opuesto. Los alrededores son, en realidad, una comarca amplia de unas pocas decenas de kilómetros de diámetro. Comarca que conozco bien pero no desde este lado inventado por el hombre, una vía tendida donde sólo había eriales y barbechos desangelados.

Pasan (paso, en realidad) unos pueblos que nunca vieron el tren: no dispusieron nunca de esa oportunidad de recibir el progreso o de salir pitando hacia un mundo mejor. Hoy ven el ferrocarril como un fugaz fantasma, rapidísimo. Los campos que despuntan en verde muestran esas islas de carrascas que parecen juntarse mucho para no mojarse los pies con el cereal que crece amenazándolas. Un mogote de rebollos muestra qué poca diferencia hay entre el invierno y la nada: unas ramas absurdas y unas pocas hojas secas y grises como los tomillos que se aferran a las margas suspendidas en los terraplenes del tren.

Una carretera sin señales, asfaltada y pintada, va de una parte del cuadro a otra, pasando de forma misteriosa bajo las vías: de dónde viene y a dónde va es otro enigma. Parece perfecta para circular y pararse a contemplar el tren, pero por ella no transita nadie.

A lo lejos, unas parideras raídas como ropa vieja muestran por sus grietas que tampoco en ellas puede acogerse nadie, ni siquiera una oveja descarriada con el lomo caliente y encrespado, oliendo a esa suciedad limpia y vieja que las hace simpáticas y estúpidas.

Pasa el MAVI, un hotel de carretera que hoy sigue siéndolo y que se mencionaba, con un nombre supuesto pero identificable en una novelita intrascendente para jovencitas bien escrita de Monserrat del Amo que leí hace medio siglo. El arco no se ve pero aquello de allá arriba es Medinaceli: del lado que no ve el tren se puede sentar uno en una piedra del camino de ronda y oir esos gallos que cantó Pound mientras se mira el valle que baja hacia Miño, y Sienes, y Torralba.

Es difícil de describir. Me atraen como postales las dehesas extremeñas con sus alcornoques viejos de las que vino mi padre, las montañas con sus bosques profundos en los que son posibles los personajes de Hamsun o de Mann. Echo tanto de menos el mar que para mí, hombre de tierra adentro, es incluso un tanto incomprensible ese anhelo que no puede explicarse sólo ancestralmente porque seamos hijos del limo y de las aguas. Soy, además, urbanita de los pies a la cabeza. De verdad. Y, sin embargo, cuando veo esas margas y esas piedras calizas y los tomillos grises y esas carreteras por las que no pasa nadie y esas islas de encinas abandonadas e imagino el pueblo de arenisca y siglos en el que he pasado tanta vida, siento que esta es mi tierra, que este es mi paisaje, que he llegado a mi casa.

A mi alrededor los móviles siguen sonando y un pobre memo contempla en su ordenador una película idéntica a la que ofrecen a los viajeros sin pc. Su descubrimiento del día ha sido que el AVE dispone de enchufes para los ordenadores. Ya no tendrá que aburrirse nunca más mirando el paisaje.

(del diario de viaje de un jardinero, marzo de 2008)

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