viernes, 27 de julio de 2007

Tiendas de pueblo

En S., el pueblo de todos los veranos, había dos tiendas casi seguidas en la misma acera de una calle empinada que subía hasta la catedral y, una tercera, una manzana más abajo, lo que, al tratarse de un pueblo, era una distancia más que modesta. Las tres fueron tiendas de mi infancia y todas tuvieron su importancia.

La que estaba más descolgada alimentó mis ansias de alquimista desnortado. Soñaba con descubrir algo (el qué, por su propia naturaleza, era desconocido e indescriptible) y me atontaba viendo aquellos tarros de vidrio, los cajones de madera con sus rótulos, las bolsas en el suelo, llenando anaqueles, agolpadas en la trastienda. Alumbre, sosa, azufre, silicatos de alúmina, cristales de bórax, goma arábiga. Hoy estará todo eso prohibido, regulado, restringido. No es que me parezca mal. Pero yo disfruté de los olores y la visión de esos productos y otros muchos, entonces al alcance de la mano y del bolsillo. Unas pocas pesetas bastaban para adquirir algunos que, mezclados convenientemente, producían el efecto deseado. Hablaré de esto y de fuegos artificiales en otra entrada próxima, porque tiene, también, que ver con los libros.

La siguiente era una perfumería-droguería que además de vender tintes, pinzas, horquillas, jabones y demás, vendía recortables y tebeos. Los había de todo tipo (y hoy pueden verse muchos de ellos en internet a precios astronómicos) y para mí, aquella tienda en la que se vendía colonia a granel vertiendo en el frasco que el cliente llevaba la fragancia pedida por medio de un embudo (y la fragancia a hierbaluisa, lavanda, limón, llenaba toda la tienda), era una fuente de sorpresas. De dónde sacaban esos tesoros aquellas dos mujeres ya mayores, hermanas, nietas del Rodrigo que daba nombre al negocio, repintadas hasta decir basta y que nunca habían salido del pueblo, yo no lo sé. Pero cada verano, la primera que se hacía a esta perfumería era una de las visitas más esperadas porque siempre había recortables nuevos. Y números atrasados de aquellos tebeos que, entonces, leíamos todos: Hazañas bélicas, Roberto Alcázar, Capitán Trueno. En un pueblo en el que no existía puesto de periódicos como tal y sólo una vendedora, Amalia, que esperaba la llegada del corto de Madrid hacia el mediodía con el paquete de prensa (alguna revista también) para luego cerrar hasta el día siguiente, poder hacerse con algunos tebeos descatalogados o atrasados era, sin duda, un lujo. Y con facilidad, porque por la perfumería y droguería que era aquella tienda pasaban obligadamente, las madres, las tías, las hermanas mayores: no tenían que decir el consabido "espérame aquí sin moverte, que ahora vuelvo", no. Entrábamos con ellas, mis amigos, yo, en aquel lugar eminentemente dedicado a las mujeres y escurríamos el bulto entre mostradores con tapa de vidrio que enseñaban barras de labios y toda clase de afeites. Detrás de la puerta, en una estantería escalonada, estaban colocados los recortables y los tebeos.

Pero la tienda principal, la que hoy viene al caso, era la primera, la más cercana a la catedral y frente a la cual, mis amigos del verano y yo sufrimos una evolución paralela a nuestro crecimiento desde la infancia a la primera adolescencia. Porque la tienda era, en realidad, un estanco: y primero compramos en él cerillas y velas para nuestros juegos y cajetillas para los mayores, luego tabaco para nosotros mismos (celtas, bisontes, algún chester de los que vendían sueltos) y, finalmente, libros. Aquel estanco, a partir de un cierto momento y durante el periodo relativamente largo de algunos veranos, fue también la única librería de S.

No puedo precisar las fechas pero tampoco importa. A veces el recuerdo se instala en una zona voluble de la memoria, algo escurridiza y caprichosa, lo suficientemente amplia como para acomodarlo y hacerlo parecer simultáneo a otros recuerdos que, con seguridad, no debieron coincidir. Pero aunque yo no esté interesado, la época no es difícil de discernir. Porque coincidió con la salida al mercado de aquella apuesta que fue Alianza Editorial y que nos marcó tanto (hablo por mí, claro, pero sé que a otros les ocurrió igual) que todavía hoy me sé de memoria (como seguro que otros los saben) algunos de sus títulos primeros: unos leídos entonces, otros años después. Ortega fue el número 1, con Unas lecciones de metafísica; Mozart (la biografía de Fernando Vela), Su único hijo (una novela de Clarín), Hacia la estación de Finlandia (un título que valía por sí solo y alimentaba toda suerte de conjeturas: ¿qué era aquella estación de un país tan lejano?), El año mil de Henri Focillon, Muertes de perro, Cuando las Cortes de Cádiz, Mahoma de Tor Andrae y, añadida a ésta, una biografía de Confucio. Algunos libros de cuentistas rusos, El mar blanco, de Yuri Kazakov y muchos libros de Hermann Hesse, empezando por El lobo estepario. Y Cesare Pavese, hoy casi olvidado con un libro de título misterioso también: Ciau Masino.

Una de las señas de identidad editorial era que, conservando el formato, cada libro tenía su propio estilo, su personalidad. Y las portadas (aquellas portadas de Daniel Gil), los lomos, sugerían y motivaban como ningún libro editado por aquí había sugerido y motivado antes. (Veinte años después estuve en la editorial por motivos que no vienen al caso y hablé con Javier Pradera, de quien se decía que leía todos los libros que publicaba Alianza y escribía personalmente los resúmenes que podíamos leer en sus contraportadas. Me faltó resolución para decirle que muchos de aquellos textos breves me habían llevado a la compra y a la lectura de algunos de aquellos libros. Estoy seguro de no haber sido el único y supongo que él era consciente de la gran influencia que había ejercido, y ejercía, todavía entonces.)

Alianza publicó en poco tiempo (cito de memoria) buena parte de la obra de Kafka, con un par de excepciones notables que sólo pude leer más adelante: El proceso y Carta al padre. El resto (aunque ahora tengo también la espléndida edición anotada y retraducida de Galaxia Gutenberg) lo leí, y lo conservo, en sus tomos de Alianza. La metamorfosis, El castillo (que yo, por mejor visualizarlo situaba en el propia población de S., con sus cuestas empinadas, sus gentes esquivas, su castillo derruido y habitado por gitanos), America, La muralla china y La condena, ambos con sus cuentos fascinantes ("Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta..."), las Cartas a Milena y también (aunque en otra colección que ya ha pasado por aquí, Alianza Tres) la correspondencia de F.K. con Felice Bauer. Un libro de compañía imprescindible era la breve, sustanciosa e ilustrada biografía de F.K. escrita por Klaus Wagenbach. Unos pocos años de efervescencia editorial (luego empezaron otras) en un páramo en el que la máxima suerte cultural era pertenecer a una familia con biblioteca: la mayor parte de los españolitos de entonces estaba más preocupada por el seiscientos y la lavadora que por las aguas estancadas en las que se vivía y los medios que podían ponerse para dejarlas atrás. Una aventura editorial que ofrecía títulos apenas oídos, libros nunca leídos: una renovación cultural de grandísimo calado. Siempre me lleva a pensar lo que yo, algunos de nosotros, debemos a iniciativas así. Somos lo que leemos, me atrevería a decir. Sobre todo, lo que leímos entonces, cuando el mundo parecía tan nuestro y tan posible. Y no son ajenas a este sentimiento de pertenencia, la tristeza y la desilusión que producen (aun siguiendo el comprensible signo económico y financiero de los tiempos) que las colecciones se achiquen, que los fondos editoriales se pierdan, que las editoriales desaparezcan y se conviertan en meras sucursales de proyectos a veces muy dudosos. ¿Cómo no entristecerse si eso se hace con algo que sentimos tan nuestro, que es, porque lo fue, de verdad, nuestro?

En aquel estanco que todavía veo con su mostrador al fondo (y tras él la trastienda diminuta que daba, apartando un cortinón oscuro, a un almacén en el que el tabaco olía a cercanía, a momentos íntimos, a algo que todavía no era una abominación social sino un placer compartido) y con sus vitrinas laterales con llave de seguridad (una precaución inútil, siempre estaban abiertas) en donde se exponían los libros que iban llegando y las novedades que podían apetecer los veraneantes, estuvieron vendiéndose durante varios veranos algunos libros fundamentales en la cultura de nuestro tiempo. El dependiente, hijo de la dueña, un hombre jovial, amante del alcohol y fumador empedernido (¿cómo podía ser de otro modo?) despachaba cuarterones, papel de fumar, cartones, chisqueros, cajetillas de rubio americano. Y vendía libros. Antes de envolver éstos (bolsas no había) los abría y pegaba en la primera página en blanco un sellito de papel dorado, un óvalo festoneado con el nombre en negro, en caligrafía inglesa, del estanco. Hoy, no pocos libros que ocupan lugar en mis estanterías tienen una marca oscura en su primera página, dejada por ese óvalo. La goma ha dejado de pegar pero el sellito, aun desprendido, sigue durmiendo entre esa página y la portada. Es su sitio, de ahí no se moverá.

[Post scriptum: Me voy de vacaciones y por eso no me ha importado alargar esta última entrada. Lo primero que hago (seguramente soy obsesivo) al preparar un viaje es organizar los libros que quiero llevarme. Una primera selección que luego cambia conforme avanzan los días y se acerca el momento de partir, añadiendo o quitando algún título. Finalmente, entran todos los elegidos (y alguno más, por si acaso), con algunos señalapáginas, en su bolsón correspondiente. Siempre pesan más de lo aceptable, pero lo doy por bien empleado. Como recuerdo de aquellos otros que se compraban en el estanco y que llenaron tantas horas veraniegas, he aquí algunos de los que hoy llevo en la maleta. Es el primer equipaje de verano; es posible que olvide los calcetines, pero no los libros.

Pelando la cebolla ha estado aguardando a este momento y el empujón decisivo me lo dio Santos Domínguez con su estimulante crítica (como todas las suyas). De Marías, en cambio, me llevo no sus artículos periodísticos sino la recopilación de sus ensayos literarios (Literatura y fantasma), de los que ya conocía alguno y que ahora aprovecho en su edición bolsillo para leer enteros. Me llevo El Danubio porque por allí voy a andar y pararé en Trieste: buena ocasión, supongo, de rendir homenaje a su autor triestino. Y los Dos pastiches proustianos de Vilallonga. No creo que sean suficientes para tantos días, pero añadiré alguno más por si se da el caso. Ni que decir tiene que volveré y que espero encontrar a todos los amigos por aquí. Hasta entonces, un abrazo a todos. Os deseo un buen verano y mejores lecturas.]

viernes, 20 de julio de 2007

Jardinillo


Ni en Cádiz junto a la mar
ni en Córdoba silenciosa.
Amor, yo quiero tu sueño
en su muro y en su hora.
Ni en palacios granadinos
que en albercas se desdoblan,
ni en Sevilla de jazmines
campanera y reidora.
En un aire de cuchillas,
amor, tu cuerpo y mi sombra,
entre el ciprés y el latido
de tu jardinillo, en Ronda.

JOAQUÍN ROMERO MURUBE

jueves, 19 de julio de 2007

Falacia argumental

No hace falta ser filósofo para saber en qué consiste una falacia argumental. Una larga cambiada, que dirían los taurinos. Dar gato por liebre en el rigor de la argumentación. Confundir, en una palabra, para beneficio del que argumenta.

Es lo que ahora intentan los de siempre al utilizar la expresión "respetar la voluntad del electorado". Engañan, defraudan y mienten, que con los sustantivos correspondientes a esos verbos define el DRAE lo que es una falacia. Pero ¿acaso no se trata de respetar la voluntad del electorado?

Pues no. Claramente no.

Vamos en día de elecciones y elegimos. De acuerdo con unas normas (la Constitución y la Ley Electoral, aceptadas por todos). Nuestros representantes se juntan luego y usando el voto que les hemos dado, legítimamente, se alían con unos u otros. Respetar esto es respetar la voluntad del electorado.

No lo que ahora se propone. Es legítimo intentar cambiar la Ley Electoral. Es legítimo intentar arrimar el ascua a la sardina propia. Es, en cambio, ilegítimo, es un fraude, una falacia, decir que se hace para respetar algo dando a entender que ahora no se respeta (lo que no es cierto), dando a entender que lo se propone es auténtico (frente a lo espurio que nos ha valido, a ellos también cuando han ganado, durante treinta años), dando a entender que si se argumenta rigurosamente habría que estar de acuerdo con ellos (cuando ellos mismos retuercen la propia lógica que está en la base de nuestro entendimiento mutuo).

Inténtelo si quieren. Pero no argumenten falazmente: "en un intento de dañar a otro" añade el DRAE. Justamente.

(del diario, cabreado y harto de falacias y seguramente necesitado de vacaciones,
de un jardinero, julio de 2007)

martes, 17 de julio de 2007

Desaguisado

Cuadros de Brueghel (Lumen, 2007, traducción y prólogo de Juan Antonio Montiel) es un libro capital en la obra de William Carlos Williams (1883-1963). Su edición debiera satisfacer a los lectores españoles de poesía porque pone en sus manos una obra compleja y amplia, sutil, representativa de su autor y de su evolución literaria. Aunque, posiblemente, su principal libro sea Paterson (el más complejo y amplio), este que basa su primera parte en algunos cuadros de Brueghel es rico en matices y en sugerencias para el lector. En él aparecen bien reflejadas la preocupación del autor acerca de la expresión poética, la búsqueda de una nueva medida (el llamado pie variable), de un metro que fuera eco en lo posible del modo de contar las cosas que ofrece la palabra hablada. Justamente, este metro un tanto enrevesado en un primera lectura es el que provoca el desastre en que se convierte la traducción de este libro.

Para ser sinceros, no todo está mal traducido. Repaso mis notas y algo más de la mitad de los sesenta y tantos poemas tienen una traducción digna y ajustada al original. Pero la de una decena de ellos es errónea y más o menos otros tantos presentan deficiencias graves o leves que los desdibujan o los desmerecen. Y entiéndase muy bien: no estoy hablando aquí de mis discrepancias con el traductor acerca de las opciones póeticas que ha elegido. No critico su elección léxica (el lector siempre puede preferir otra), ni su tratamiento del metro o del ritmo de los versos, ni de su escandido. Ese es un capítulo que quedaría para una crítica literaria. No. Lo que señalo es que una parte significativa de los poemas de WCW no está bien traducida. Más: el lector que sólo entienda el castellano no podrá comprender algunos pasajes (hay algún anacoluto que otro) y, desde luego, no entenderá alguno de los poemas. O lo que es peor: se verá obligado a malinterpretar lo que el autor escribió.

Como no me gusta criticar sin dar pruebas (que es lo sencillo) ofrezco a continuación (a riesgo de hacer interminable esta entrada) uno de los poemas que han sufrido una lectura apresurada y una traducción errónea. Ni siquiera es peor muestra, pero lo elijo porque con un conocimiento mínimo del inglés basta para hacerse una idea del desaguisado. Y, además, es más breve que los otros.

El poema original dice así [p.68]:

THE CHRYSANTHEMUM

how shall we tell
the bright petals
from the sun in the
sky concentrically

crowding the branch
save that it yields
in its modesty
to that splendor?

La traducción que se nos ofrece es [p. 69]:

EL CRISANTEMO

¿cómo distinguiríamos
los pétalos brillantes
del sol en el
cielo concéntricos

apiñándose en la rama
salvo porque se rinden
en su modestia
ante aquel esplendor?

Lo que yo leo en castellano es que el autor compara al crisantemo con el sol: y los pétalos "se rinden" ante el espectáculo del astro rey. Muy bonito, pero falso. Es al revés. Por eso WCW tituló este poema con el nombre de la flor y no el de la estrella. Véamoslo.

La clave está en el verso save that it yields que, inequívocamente, se refiere a un sujeto en tercera persona del singular: it ("ello") yields (3ª persona del singular del verbo to yield, ceder, dejar paso, rendirse). Pero el único sujeto en tercera persona al que puede referirse el pronombre it es ¡el sol! ¡Es el sol el que se rinde ante el crisantemo y no al revés!

Veamos (respetando el léxico del traductor y sus opciones de versificación) cómo queda entonces el poema:

EL CRISANTEMO

¿cómo distinguiríamos
los pétalos brillantes
del sol en el
cielo concéntricos

apiñándose en la rama
salvo porque se rinde
en su modestia
ante aquel esplendor?

Sólo por completar mi opinión, yo habría usado el futuro (¿cómo distinguiremos?) porque ese es el tiempo verbal utilizado en el original y también el adverbio (concéntricamente) porque ese el término usado en el original. A cambio en lugar de branch (rama) quizá hubiera traducido "tallo" y en lugar de "modestia" quizá habría utilizado "recato".

He aquí mi versión, pues, en la que, ahora sí, utilizo mi propia elección de léxico y versificación. Pido que se compare con la primera ofrecida en castellano, la del libro. Y que se piense si ambas dicen lo mismo o no.

EL CRISANTEMO

¿cómo distinguiremos
los pétalos brillantes
del sol en el cielo
llenando


concéntricamente el tallo
de no ser porque se rinde
en su recato
ante tal esplendor?

Además de este poema, cito como mal traducidos hasta el punto de cambiarles el sentido o de hacerlos ininteligibles o raros, por lo menos los siguientes: La cosecha del maíz, Emily (un auténtico destrozo de un poema hermosísimo), Paul, Fragmento, Canción (los dos poemas que con este título aparecen), El jardín italiano y Retrato de una mujer tomando un baño.

Es este un problema que vengo detectando cada vez con más frecuencia, pero a nadie parece importarle. Hay traducciones muy defectuosas, pero los medios y la ausencia de crítica las pasan por buenas. Lo peor es que para quien de verdad no lee otro idioma que el suyo, una mala traducción es una auténtica estafa: se paga por lo que no es y se lee, también, lo que no es. Sólo me limito a señalar que un libro no es sólo una tapa bonita, un papel verjurado o ahuesado y una tipografía acorde con el nombre del autor. Un libro es, al menos para mí, lo escrito y, sólo secundariamente, el objeto físico que le sirve de soporte. Y en el caso de una lengua que no conozco, lo escrito también por ese escritor vicario que es el traductor y que a mí, ignorante del idioma original, me lo ofrece en mi propia lengua para que pueda comprenderlo (¿a quién tengo que agradecer, si no, haber podido leer a Proust, a Chéjov, a Calvino, a Mishima?. Esa labor del traductor es tan elevada, tan importante, que acometerla así, con esta ligereza, es cometer el peor delito del escritor: dar gato por liebre.

[NOTA. Quizá alguien se pregunte la razón de la ilustración que encabeza estas líneas. Lo explico. Se trata de un cuadro de Jean Fouquet (h.1420-h.1481) que se encuentra en el Kunsthistoriches Museum de Viena. Representa al bufón Gonella, de la corte de Ferrara y durante tiempo se creyó que lo había pintado Brueghel. Quizá por eso lo escogió WCW para describirlo, literalmente (y nuevamente con algún defecto en su traducción española) en el poema que abre su libro: Autorretrato. No bastaría con esto para traerlo aquí. Como muestra de que la edición de este libro es muy descuidada, hay que señalar lo siguiente. Los editores han tenido a bien incluir en un cuadernillo central, a todo color, algunos cuadros de Brueghel sobre los que WCW elaboró sus poemas. El primero, bien visible, lleva un pie que dice: "Jean Fouquet, Retrato del bufón Jester Gonella". Ni que decir tiene que el sonriente bufón sólo se llamaba Gonella: jester, en inglés, quiere decir, justamente, "bufón". No deja de llamar la atención que este mismo error elemental se registre también en la famosa Wikipedia. Sin comentarios.

lunes, 16 de julio de 2007

Ignorancias

1) No sé qué hacen una vicepresidenta del gobierno (en funciones de presidenta) y un presidente de las cortes en una ceremonia privada que admite a un individuo (una infanta) en una confesión religiosa, cuando se trata de un país laico, o aconfesional, o con separación iglesia-estado (¿notan que es este el orden habitual, primero la institución religiosa, luego la laica?) según el grado de intensidad que se le quiera dar a la expresión.
El cínico responde: "Ah, pero es que no se trata de un país laico, ni aconfesional, ni con tal separación".

y 2) ¿Cómo se transporta el agua del Jordán? ¿Quién la recoge, la lleva, la entrega? ¿Viaja en valija diplomática? ¿Han de pedirse permisos especiales? ¿A qué altura (Samaria, Galilea) se recoge? ¿Con una ceremonia ad hoc?¿En qué recipiente? ¿Se trata de manera especial, se controla su salubridad? ¿Se toma del lado jordano o del lado israelí? ¿Da lo mismo el procedimiento que se siga con tal de que sea agua del Jordán? ¿Quién garantiza que lo es? ¿Y por qué agua de este río para los bautismos reales y no los demás?
El cínico responde: "Ah, agua que no has de beber, déjala correr"

(del diario, lleno de incertidumbres, de un jardinero, julio de 2007)

viernes, 13 de julio de 2007

Julio Martínez Mesanza

¿Qué hay entre el muro y el foso? Nada. Sólo el vacío que se desploma en agua. El extranjero mira desde fuera del foso y no puede entrar. El habitante del castillo está preso en su fortaleza protectora y tampoco puede salir. ¿Qué es posible, entonces? Sólo el conjuro de la noche, de la palabra como un ensalmo, de la cantilena que se entona para llegar a mañana.

Hay muchos versos en este libro que deben releerse para que ofrezcan todo su jugo una vez leídos una vez primera. Dicen esas líneas lo que el habitante del castillo se dice a sí mismo para verse como el extranjero que no puede superar el foso y el muro con el fin de verse convertido, a su vez, en habitante del castillo. Un enfoque, una perspectiva, un modo de ver:


Y después del dolor y de la sangre
no hay nada al otro lado de este puente.
Lo he cruzado sabiendo que no hay nada,
sólo la sangre y el dolor que dura,
y, luego, ni el dolor siquiera, nada,
sólo la misma landa indiferente.


Libro de poco peso pero hondo, no me cabe duda de que este foso que se yergue en muro no será mal compañero para este verano.

martes, 10 de julio de 2007

A la sombra de los castaños (en flor o no)

Aquel enero en que empecé a trabajar mi horario de lectura sufrió una reducción importante. Pasé de la vida de estudiante a la de empleado y eso me supuso, como a todo el mundo, menos tiempo libre y más cansancio. Aunque parezca mentira, había dispuesto de muchas horas en el cuartel para poder leer (el año anterior, durante aquel siniestro servicio militar, ya hablaré de mis lecturas de entonces) y el cambio al trabajo, aun liberador en más de un sentido, me medio cerró una espita que llevaba ya algunos años chorreando a modo.

El cambio llegó con la primavera. Me metí en un berenjenal de trabajo e iba por las mañanas a un sitio y por las tardes a otro. El resultado es que tenía que atravesar El Retiro (con buen tiempo no cogía autobuses ni metro, sólo caminaba por Madrid) y entre salir de un sitio y llegar al otro disponía de casi tres horas. No me compensaba ir a casa a comer y decidí tomar cualquier cosa en algunos de los bares cercanos y luego caminar plácidamente de uno a otro lugar bajo la sombra de los castaños de Indias. En esa época llevaba siempre un libro en la mano: para los trayectos en transporte público, para las esperas, para los momentos "cóncavos", como decía mi padre.

Paré por casualidad, el primer día, cerca de La Chopera. Entonces alquilaban bicis allí y había una enorme extensión abierta por la que los ciclistas inexpertos podían circular. Había también alquiler de sillas, aunque a las cóncavas horas de la comida nadie cobraba por sentarse en unas metálicas, de tijera, un tanto inestables si uno se inclinaba hacia un lado. Entre ellas y los bancos municipales de madera de patas retorcidas de hierro colado, pasé muchas horas sentado, en diversas zonas del parque, entre trabajo y trabajo, leyendo, a mitad de camino, literalmente suspendido entre el tráfico lejano, las obligaciones y el mundo exterior. Durante un par de horas, más o menos, sólo estábamos el libro y yo. Y el libro era una sucesión de ellos. Ya había leído a Borges y a Cortázar en alguna ocasión, pero en aquella primavera, y el verano hasta las vacaciones, devoré unos cuantos más de los que iba sacando Alianza, con Emecé o sin ella. Una lectura que me ensimismaba y me producía, a veces, escalofríos, era la de los relatos situados en Nueva Inglaterra, en aquellas casas de Innsmouth con aleros extraños. Hablo, claro, de Lovecraft y de su Necronomicón y algunos otras de sus narraciones.

Las horas daban para mucho. Repaso algunos títulos de las estanterías y cotejo sus fechas, con mi firma de entonces, y salen a relucir algún Joyce, varios Gide, Hermann Hesse (¡cómo no!), Mann (Las cabezas trocadas), Thomas Hardy (Jude el oscuro), Arthur Koestler (los cinco tomos de La escritura invisible) y demás (Camus, Sartre, Hamsun, Faulkner, Dos Passos), a los que iba descubriendo gracias a todas las editoriales que entonces (Franco no había muerto todavía) iban sacando cosas hasta entonces ignoradas por mí. Unos cuentecitos de Castelao y varias novelas de Aldecoa, algunas aventuras divertidas de García Pavón, Max Frisch (Homo faber), Pavese (todo lo que se podía, De tu tierra, El camarada), Svevo (el Corto viaje sentimental), Alfred Döblin y su Berlin Alexanderplatz.

Creo que nunca más he leído con esa misma intensidad, sostenida durante meses. Creo que entonces estaba descubriendo la literatura. Creo que entonces era joven.

lunes, 9 de julio de 2007

Maravillas

Desencanto, decepción ¿para quién? ¿Hace falta que el capitalismo desaforado cree una lista (bien compensada, bien distribuida, hecha por analfabetos funcionales) para que admiremos algo? ¿Cómo es posible que se haya llegado tan lejos?

(Recuerdo una mañana neblinosa en San Miguel de Escalada, otra de una luminosidad cegadora en San Baudelio de Berlanga, un atardecer en el Pazo de Oca, una comida resguardado del mar en el puerto de Tazones, una noche en la blancura de Sanlúcar de Guadiana. ¿Maravillas?)

(del diario, sobresaltado, de un jardinero, julio de 2007)

viernes, 6 de julio de 2007

Ovación

Se pone de moda algo y ya hay que hacerlo siempre. Llevamos años (yo no lo hago nunca, pero es una cosa tan general que me incluyo) aplaudiendo tras los minutos de silencio colectivo que sirven para recordar, en funerales y entierros, a personas desaparecidas trágicamente. Puede entenderse cuando se trata de celebrar la valentía y el sacrificio de las personas muertas: en un atentado, arriesgando (y perdiendo) la vida por otras. No me parece que el aplauso sea justamente el mejor homenaje (mucho mejor me parece el silencio) pero es comprensible.

Lo que ya no me lo parece tanto es el aplauso cuando los muertos no entran en esa categoría. Por ejemplo, he oído no hace mucho salvas de aplausos por una mujer muerta a manos de su maltratador, o por unos chicos desaparecidos en un accidente de tráfico. Confieso que no lo entiendo. ¿Qué aplaudimos cuando aplaudimos en esas circunstancias?

Una sola reflexión: el minuto de silencio parece que se inventó para rendir homenaje a alguna persona fallecida sin apelar a los sentimientos religiosos, espirituales o íntimos de ninguna de las personas presentes en el acto; justamente para que no hubiera fisuras en el recuerdo, para que todos se sintieran acogidos en un homenaje que, muy justamente, es, así, colectivo. Cada cual podía hacer con su silencio, en su intimidad, lo que quisiera. Me temo que los aplausos no dejan hueco a nada o rompen esa intimidad a la que la muerte, absurda o no, nos somete.

(del diario de un jardinero, julio de 2007)